La Vieja Gruñona
Lucía bajó del taxi y esperó a que saliera su pequeña Martita.
—Gracias— le dijo al conductor mientras cogía a su hija de la mano y caminaban lentamente hacia el portal. En el pequeño banco junto a la entrada había dos señoras mayores sentadas.
—Buenas tardes— saludó Lucía con educación.
—Buenas, cariño— contestó una de ellas, inclinándose un poco hacia adelante. —¿A quién vas a visitar con esa preciosidad? —añadió, mirando a la niña con una sonrisa.
Lucía solo sonrió sin responder, abrió la cerradura con su llave y entró con Martita al edificio. Apenas se cerró la puerta, una de las mujeres comentó en voz alta:
—Hace media hora vi a dos jóvenes entrar con cajas y bolsas.
—Son los nuevos inquilinos del piso de arriba, el que alquilan los Méndez. Prepárate, Rosa, noches en vela te esperan— respondió la otra.
—No me las dan. Si se atreven a hacer ruido, llamaré a los servicios sociales. Que vengan a ver…
Lucía no escuchó el resto. El ascensor estaba en la planta baja, así que subieron directamente al quinto piso.
La puerta del piso estaba entreabierta. Dos hombres estaban en la cocina tomando café.
—¡Ah, por fin llegas! Nos adelantamos y pusimos el café. Perdona por el atrevimiento.
Lucía buscó su bolso para sacar la cartera, pero uno de ellos la detuvo.
—¿Así me tratas? Te ayudé como amigo. A lo mejor te arrepentiste de dejar a Javier. Podrías volver con él. Sin trabajo, ¿de qué van a vivir tú y la niña? —Le guiñó un ojo a Martita, y ella le devolvió una sonrisa.
—Nos arreglaremos. Voy a pedir el divorcio, tendré la pensión y el paro. No volveré con Javier. Puedes decírselo.
—Vale. Pero si necesitas algo, llámame. Por ahora, que te instales. Nos vamos.
Los hombres se marcharon. Lucía miró las cajas amontonadas en el salón y suspiró.
—¿Me ayudas a deshacer las cosas, cariño?
—No. Quiero jugar— respondió Martita.
—Está bien. Pero sin gritar, que si no, nos echarán de aquí— advirtió Lucía.
La niña asintió. Lucía abrió una caja con juguetes y Martita sacó de inmediato un osito de peluche. Mientras, ella empezó a guardar la ropa en el armario.
El piso era pequeño, de una habitación, pero suficiente para ellas. Los muebles estaban bien, el piso limpio y reformado. Con cuidado y ahorrando, podrían salir adelante.
Después, Lucía cocinó unos macarrones con salchichas que había traído, limpió el suelo y acostó a Martita, desplegando el sofá-cama. Sus párpados pesaban, pero la niña insistió en que le leyera un cuento. Cuando por fin se durmió, Lucía apoyó la cabeza en la almohada y cerró los ojos. Entonces, las palabras de Javier resonaron en su mente:
—Vuelve arrastrándote, de rodillas, y a ver si me da por perdonarte… —Los ojos se le llenaron de lágrimas, y el sueño se esfumó.
Se levantó y fue a la cocina. Sin encender la luz, se quedó mirando por la ventana el cielo oscurecido, las luces de la ciudad que aún no le eran familiares…
***
Se conocieron en una parada de autobús. Él se le acercó y le preguntó qué línea iba a la calle García Lorca.
Lucía le indicó los números, y él, sonriente, le preguntó adónde iba ella.
En ese momento llegó su autobús, y Lucía subió rápido.
—Perdona, es que no sabía cómo hablarte— dijo él, subiendo tras ella.
Así empezó todo. El corazón de Lucía estaba libre, y Javier, divertido y atractivo, lo conquistó pronto. Ella vivía en un piso compartido con una amiga de la universidad, pero Javier tenía su propio apartamento. La convenció para mudarse con él.
Su madre era estricta, siempre le decía que los hijos debían nacer dentro del matrimonio. Por eso, cuando llamaba, Lucía mentía, diciendo que seguía viviendo con su amiga.
Llevaban casi dos años juntos, y Javier no hablaba de boda ni de niños. Un día, Lucía le dijo:
—Deberíamos buscar un piso más grande.
—¿Para qué? —preguntó él, desconcertado.
—Porque pronto seremos tres.
—¿Estás embarazada? ¿Desde cuándo lo sabes? —la recriminó, frunciendo el ceño.
—Te lo estoy diciendo ahora. Perdona, no estaba segura antes —respondió ella, conteniendo las lágrimas al ver su reacción.
—Pensaba que tomabas precauciones.
—¿Para vivir primero y tener hijos después? No voy a deshacerme del bebé. Lo tendré, contigo o sin ti.
—No me lo esperaba… —murmuró él.
Hicieron las paces y decidieron ahorrar para una hipoteca.
Un día, desde el balcón, Lucía vio llegar a Javier en un coche nuevo.
—¿De quién es? —preguntó al verlo bajar.
—Mío. ¿Te gusta?
—¿Tuyo? ¿Con qué dinero?
—El del ahorro. Total, no llegábamos para el piso. Ahora te llevaré a ti y al niño sin agobios.
—Ese dinero era de los dos. ¿Cómo te atreves?
—Tú tampoco me consultaste antes de decidir tener un hijo —replicó él.
—¡No fui yo sola! —gritó Lucía.
Fue su primera gran pelea. Luego se reconciliaron, incluso se casaron por lo civil, para alegría de Lucía.
Pero Javier empezó a llegar tarde. Decía que ayudaba a amigos con mudanzas o que llevaba a alguien a su casa de campo. Ella no podía comprobarlo, y los celos la corroían.
—No salgo por gusto, es para sacar un extra —se justificaba él.
Cuando empezaron los dolores de parto, Javier no estaba. Lucía llamó, pero él dijo que no llegaría a tiempo, que estaba lejos, que llamara a una ambulancia.
Al menos la recogió del hospital. En casa, la esperaban una cuna y un carrito de bebé, de segunda mano. Lucía no se quejó.
Y Javier seguía sin llegar temprano. Martita lloraba, notando el estrés de su madre. Él aparecía al amanecer, reprochándole que no le hubiera preparado desayuno.
—Martita durmió fatal, yo tampoco he descansado— se defendía ella.
Las peleas crecieron hasta que un día él le dijo:
—Ya no eres la de antes. No te arreglas. Por eso no quiero volver a casa.
Se fue y no regresó hasta días después, cuando Lucía estaba haciendo las maletas.
—¿Adónde crees que vas? Volverás arrastrándote, y a ver si me da por aceptarte.
Lucía se fue. Tenía ahorros, alquiló un piso y pidió el divorcio.
Sus vecinos eran una pareja que gritaba y se pegaba. Las noches eran insoportables. A veces, Lucía dudaba de su decisión, pero recordaba las palabras de Javier y sabía que había hecho lo correcto.
Una amiga le dio trabajos esporádicos, hasta que no pudo más y se mudó. Un amigo de Javier la ayudó a llevar sus cosas.
***
Amanecía, y Lucía seguía sin dormir. Decidió que Martita debía entrar en la guardería. Así podría buscar trabajo.
—Los padres apuntan a los niños al nacer —le dijeron en la guardería más cercana—. Hay lista de esperaAl final, la vieja gruñona que tanto se quejaba del ruido terminó cuidando a Martita como si fuera su nieta, y Lucía entendió que incluso en los corazones más amargados puede florecer el amor cuando alguien les da una oportunidad.