La abuela tomó otra decisión

La abuela eligió mal

Lidia Romero estaba junto a la ventana, mirando cómo jugaban en el patio unos niños que no eran los suyos. Una niñita con trenzas le recordó a su nieta Natalia, a quien no veía desde hacía seis meses. Y podría verla cada día.

—Lidia, ¿por qué tan triste? —se acercó su vecina Valentina con una taza de té en las manos—. ¿Pensando en tus nietos otra vez?

—Cosas que vienen a la mente —suspiró Lidia—. Miro a estos niños y pienso que podría estar ahora paseando con Natalia, leyéndole cuentos.

—No te atormentes. Tomaste una decisión, ahora vive con ella.

Valentina tenía razón. Había habido una elección. Y Lidia la había tomado. Pero las consecuencias no fueron como imaginó.

Todo comenzó cuando su esposo enfermó gravemente. Los médicos dijeron que necesitaría cuidados constantes. Lidia dejó su trabajo y se convirtió en su cuidadora. Durante año y medio no se apartó de Manuel ni un instante. Le daba de comer con cuchara, lo movía, lo lavaba, le leía el periódico en voz alta.

En ese tiempo, su hijo mayor, Javier, apenas visitó tres veces. Siempre ocupado, siempre trabajando. Pero su hijo menor, Álvaro, aparecía con regularidad. Le traía medicinas, comida, algún dinero extra. Su esposa, Sofía, también era amable: unas veces traía cocido, otras ayudaba con la colada.

—Mamá, ¿por qué no llevamos a papá a una residencia? —sugirió Javier durante una de sus breves visitas—. Allí lo cuidarían mejor, y tú descansarías.

—¿Cómo que a una residencia? —se indignó Lidia—. No sobreviviría sin mí. ¿Cuarenta años juntos para ahora abandonarlo?

—No es abandonarlo, es darle atención adecuada.

—La atención adecuada está en casa, con su familia.

Javier se encogió de hombros y se marchó. Álvaro siguió ayudando. Incluso traía a su esposa y a Natalia para que el abuelo viera a su nieta.

Cuando Manuel murió, Lidia se quedó completamente sola. El piso le pareció enorme y vacío. Cada rincón le recordaba a su marido, cada objeto le dolía en el alma.

—Mamá, vente a vivir con nosotros —propuso Álvaro después del funeral—. ¿Qué haces aquí sola?

—No sé —respondió confundida—. Estoy acostumbrada.

—Mamá, nosotros vivimos apretados —intervino Javier—. Álvaro tiene más espacio, para ellos es más fácil.

—Encontraremos sitio —dijo Álvaro con firmeza—. Lo importante es que no estés sola.

Lidia los miraba y pensaba. Javier era exitoso, con un piso de tres habitaciones en un barrio bueno. Álvaro vivía más modestamente, en un piso pequeño en las afueras, con un sueldo menor. Pero tenía buen corazón, eso desde luego.

—Lo pensaré —dijo entonces.

Lo pensó largo tiempo. Javier visitaba poco, pero siempre traía alimentos caros, medicinas importadas. Hablaba de lo bien que estaría en su barrio: el centro médico cerca, tiendas buenas, un parque para pasear.

—Mamá, soy el hijo mayor —decía—. Por tradición, los padres viven con el primogénito.

Álvaro simplemente llegaba y ayudaba. Limpiaba las lámparas, traía la compra, se sentaba a hablar. Sofía cocinaba pasteles, Natalia le regalaba dibujos.

—Abuela, ¿cuándo te vienes a casa? —preguntaba la niña, abrazándole el cuello—. Te enseñaré mi cuarto. Tengo una casita de muñecas, jugaremos juntas.

—Pronto, cariño —respondía Lidia, pero no acababa de decidirse.

La decisión llegó inesperadamente. Javier apareció una tarde, pero no solo, sino con su esposa Raquel. Se sentaron en la cocina, y Raquel comenzó a hablar de lo bien que vivirían todos juntos.

—Lidia, usted entiende que Javier puede ofrecerte mejor cuidado —decía con una sonrisa tensa—. Tendrás tu propia habitación, buena comida. ¿Y qué tiene Álvaro? Hacinarse en un piso pequeño.

—No estamos hacinados —replicó Lidia—. Viven muy cómodos.

—Bueno, claro, son buenas personas. Pero las posibilidades son distintas. Mire —sacó un papel de su bolso—, ya encontré un cardiólogo privado, el mejor de la ciudad. Javier pagará las consultas.

Lidia tomó el papel donde estaba el nombre del médico y su teléfono.

—Álvaro con su sueldo no podría costearlo —continuó Raquel—. Son trescientos euros por visita.

—¿Tanto? —se sorprendió Lidia.

—Claro. La buena atención no es barata. Y piense en el futuro. Javier siempre podrá ayudarla, tiene recursos.

Javier asentía en silencio.

—Además —insistió Raquel—, nosotros llevamos veinte años juntos, nuestra familia es sólida. ¿Y si Álvaro y Sofía se separan? ¿Entonces qué?

Después de que se fueran, Lidia pasó horas en la cocina, mirando el papel con el número del médico. Trescientos euros por visita. Su pensión era de mil doscientos al mes. Vamos, que un buen médico costaba casi lo que ella ganaba en una semana.

Raquel tenía razón. Javier podía permitírselo. Tenía su propio negocio, un buen coche, un piso en el centro. Álvaro trabajaba en una fábrica, ganando poco. Si ella enfermaba gravemente, ¿qué podría hacer él?

Esa misma noche llegaron Álvaro, Sofía y Natalia.

—Bueno, mamá, ¿decidido? —preguntó Álvaro, sentando a la niña en el sofá—. ¿Cuándo nos mudamos?

—Álvaro, he pensado… —vaciló.

—¿En qué?

—Quizá sería mejor irme con Javier.

Un silencio pesado cayó sobre la sala. Álvaro se enderezó lentamente, Sofía enrojeció. Natalia miraba a los adultos sin entender.

—Ya veo —dijo Álvaro en voz baja—. ¿Puedo saber por qué?

Lidia se sentía culpable, pero las palabras ya estaban dichas.

—Bueno… él tiene mejores condiciones. Su piso es más grande, el barrio es mejor.

—Ah, condiciones —repitió Álvaro—. ¿Y que estuvimos año y medio ayudándote mientras papá estuvo enfermo no cuenta?

—Álvaro, no comiences.

—No, mamá, voy a comenzar. ¿Dónde estaba Javier cuando papá murió? ¿Dónde estaba cuando tuviste que llamar a urgencias por los nervios?

—Él trabajaba mucho…

—¡Yo también trabajo! —alzó la voz Álvaro—. ¡Pero sacaba tiempo!

Sofía puso una mano en el hombro de su marido.

—Álvaro, cálmate. Lidia, si has decidido eso, es tu derecho.

—Claro, su derecho —dijo Álvaro con amargura—. Elegir al que tiene más dinero.

—No seas injusto —se ofendió Lidia—. No es por el dinero…

—¿Entonces por qué? ¿Por amor?

Álvaro se levantó, tomó a Natalia en brazos.

—Vamos, Natalia. Prepárate.

—¿No tomaremos té con la abuela? —se entristeció la niña—. Prometió terminarme el cuento de la princesa.

—Otro día —respondió secamente su padre.

Después de que se fueran, Lidia lloró. Pero no cambió de opinión. Al día siguiente, llamó a Javier y aceptó mudarse.

Javier se alegró, llegó con una furgoneta y cargadores. Empaquetaron todo rápido: tras cuarenta años en el mismo piso, había acumulado muchas cosas, pero solo llevaron lo necesario.

—Lo demás ya lo recogeremos —dijo Javier—. Quizá compremos una casPero al final, entre risas de Natalia y el aroma a café recién hecho en la cocina de Álvaro, Lidia comprendió que la verdadera riqueza no estaba en los pisos grandes ni en los médicos caros, sino en los brazos de quienes la querían sin condiciones.

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