La abuela solitaria y un pequeño milagro

Oye, chiquillos, ya estoy aquí en esa residencia de mayores, y a veces me pongo a pensar en cómo eran las cosas antes en mi vida. Resulta que en mi portal había una abuelita… la de la casa veintitrés. Madre mía, cómo la evitaba todo el mundo. Y eso que ni sabían su nombre, ni de dónde venía, ni ná. Y la verdad, a nadie le importaba un pimiento.

Era bajita, canosa, con unas gafas gigantes sujetas con esparadrapo sucio, ya veréis. Andaba arrastrando los pies con unos zapatos viejos, todos rotos por delante. Llevaba siempre una bolsa de tela raída, y detrás de ella iba un perrito pequeñito, pero que ladraba como si fuera un mastín. Le ladraba a todo el que se acercaba a su puerta, y eso pasaba mucho, porque los vecinos estaban hasta el moño con tres cosas.

Primero, la tele. ¡Dios mío, cómo sonaba a todo volumen desde la mañana hasta la noche! Segundo, las cucarachas que salían de su piso y se metían por todo el portal. Y tercero, ese olor a rancio que no se iba ni con lejía, hasta el ascensor y las escaleras apestaban.

La gente se quejaba, le decían: “¿Cuándo va a acabar esto?” Y la abuela los miraba con sus ojillos pequeños, sonreía como una niña y contestaba:
—Ahora, ahora…

Y por un momento se calmaba todo. Pero poco duraba, porque al rato volvía a pasar lo mismo.

¿Sabéis cómo se llamaba? Carmen Martínez. Tenía casi ochenta y cinco años. El año pasado se puso muy mal, un resfriado que casi la dejó sorda. Quería un audífono, pero ni dinero tenía ni había plazas en la lista de espera. La pensión era una miseria: tenía que pagar el alquiler, los medicamentos y, encima, mantener a su perrita Lulú, su único rayo de sol.

Esa Lulú era su verdadera amiga. Llegó a su vida años atrás, cuando su marido murió y los hijos y familiares… pues eso, no quedaba nadie. Carmen volvía del supermercado bajo la lluvia y vio un cachorrito temblando en un contenedor, todo sucio y solo. Quiso seguir de largo, porque apenas podía con su alma, pero el perrito la siguió. Y así se quedó con ella, convirtiéndose en su mundo entero.

El piso… uf, el piso parecía la cueva de una bruja: todo sucio, oliendo fatal y con cucarachas por todos lados. Pero Carmen, o no lo veía, o no quería verlo. Los vecinos cada vez estaban más hartos, como si luchar contra eso fuera inútil.

Hasta que un día llegó Lucía, una vecina nueva, divorciada y con un niño. Firmó el contrato de alquiler sin pensarlo, al principio ni se fijó en el olor ni en las cucarachas. Pero una noche vio dos cucas corriendo por la encimera de la cocina y se le pusieron los pelos de punta. Entonces decidió hacer algo.

Lo curioso fue que la vecina del tercero le contó la historia de Carmen Martínez. Lo de la tele, las cucarachas y el tufo. Lucía le tuvo pena, porque ella también sabía lo que era sentirse sola. Así que decidió echarle una mano.

Y empezó una vida nueva: Lucía y su hijo Javier iban a ver a la abuela, le ayudaban, le compraban comida, jugaban con Lulú. Carmen estaba contenta de no estar sola, y Lucía y Javier ganaron otra familia.

Con el tiempo, el olor se fue, las cucarachas desaparecieron y la tele ya no sonaba tan fuerte. Pero claro, empezaron los chismes, que si Lucía quería quedarse con el piso. Pero a ella le daba igual, lo importante es que le había dado un poco de calor.

Pasó casi un año. Un día, Carmen Martínez se fue de este mundo. La despidieron en silencio, sin alboroto, como seguramente ella habría querido. Lulú se quedó con Lucía y Javier, ahora eran una familia de verdad.

Así que, chavales, la vida a veces es dura e injusta. Pero incluso en la vejez, entre los olvidados, puede nacer un pequeño milagro: que alguien llegue y te regale cariño. Eso, al final, es la verdadera felicidad.

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La abuela solitaria y un pequeño milagro