**Diario de Juan**
Hoy, mi suegra se quejó de que su nieto la ignoraba. ¿Pero dónde estaba ella cuando él necesitaba una familia?
Paco y Lola se casaron siendo casi unos críos—apenas tenían diecinueve años. Los dos acababan de entrar en la Universidad de Derecho de Valencia cuando surgió su primer amor, sincero e inocente. Un año después, celebraron una boda modesta—Lola ya esperaba un niño. Todo parecía sacado de un cuento de hadas: juventud, amor, un hijo… Pero la vida, como descubrirían, no era tan mágica.
Tras salir del hospital, Lola dejó de amamantar al niño. Primero decía que estaba agotada, luego hablaba de depresión. Una semana después, hizo las maletas, dejó una nota sobre la mesa y se marchó. Para siempre.
Paco estaba destrozado. No entendía cómo podía ser—en el hospital, ella sonreía, prometía ser la mejor madre, y ahora… una cuna vacía, el llanto de su hijo y una soledad que lo ahogaba.
Más tarde, a través de rumores, supo que Lola se había ido con su madre, Rosario, a Francia. Decían que necesitaba «recuperarse», vivir para ella misma, que el padre «se apañara» con el niño—ya que tanto le había «ilusionado» la paternidad.
Resultó que fue su suegra quien presionó a Lola: «Eres joven, no arruines tu vida; si te quedas entre pañales, te apagarás». Y ella obedeció. Paco se quedó solo con un bebé al que amaba, pero sin saber cómo criarlo.
Por suerte, vivía cerca una vecina, Carmen, una mujer de corazón enorme. Se convirtió en su apoyo. Mientras Paco trabajaba de noche en un taller mecánico, ella cuidaba al pequeño. Fue quien le enseñó a hablar, lo meció con canciones de cuna, lo llevó a las funciones del colegio.
El pequeño Pablo, con el tiempo, preguntaba: «Papá, ¿por qué todos tienen mamá y yo no?». Y Paco, con el alma en un hilo, no sabía qué decir. Se juró a sí mismo: ninguna otra mujer entraría en su vida. Solo su hijo. Solo su sonrisa.
Pasaron los años. Pablo creció, se licenció en Derecho, tal como sus padres soñaron. Ahora trabajan juntos en su bufete familiar. Inteligente, honesto, con metas claras. Entre ellos, padre e hijo, había complicidad y respeto.
Y entonces, un día, llamaron a la puerta. Una mujer mayor, con un abrigo caro, un bolso y una sonrisa arrogante.
—Hola, Pablito. ¿No reconoces a tu abuela?
El chico la miró en silencio. No la conocía. Nada en su memoria ni en su corazón resonaba al verla.
—Perdone, ¿quién es usted?
—¿Cómo que quién? ¡Tu abuela! La madre de tu madre. ¿Nunca te hablaron de mí?
—No. Porque no había nada que contar.
—¿Así te diriges a tus mayores? ¡Ahora que eres un hombre, debes cuidarme! La pensión no me alcanza, la salud no es buena… Tienes obligación. Al fin y al cabo, soy tu sangre.
—¿Y dónde estuvo usted estos veinticinco años?
—La juventud es así… había que vivir para mí. Ahora pensé que, quizá…
—Pues siga viviendo «para usted». No es nada para mí. Váyase y olvide el camino.
La mujer resopló, murmuró algo sobre «ingratos» y se marchó. Días después, Paco compartió la historia en redes—sin nombres, pero buscando opiniones. Las reacciones variaron.
Unos decían: «¡Solo busca quien le pague la vejez! ¿Dónde estaba cuando el niño necesitaba cariño?». Otros eran más compasivos: «Tal vez se arrepintió… pero su corazón ya no tiene puertas». Pero la mayoría coincidía: el amor verdadero se demuestra con hechos. Si un día te vas, no esperes que te esperen eternamente.
Y Paco solo añadió:
—En esta casa criamos a un hombre. No por sangre, sino por convicción. Si no tuvo abuela, fue por algo. Quien se va en silencio, no debe volver con estruendo.