La abuela enferma fue dejada al cuidado de su nieto. Y al descubrir que había un testamento notarial, se arrancaban los pelos de desesperación.
—Buenos días, cariño —Laurita frunció el ceño al escuchar la voz de su suegra, Marina Pablos. Si ella llamaba, era porque venía a arruinar precisamente ese “buen día”.
Laurita apenas soportaba a Marina. La antipatía era mutua. Y no porque su nuera fuera mala persona. Simplemente, se había casado con su hijo mayor, Miguel, el menos querido, y automáticamente pasó a ser una persona incómoda.
—Tengo una noticia estupenda para ti —continuó Marina con sorna—. Mi suegra, Irene León, vivirá con ustedes. Toca devolver el piso que no merecían.
Laurita suspiró aliviada. No era tan malo; su suegra solía idear cosas peores. Al principio, la joven no entendía por qué la madre de su marido la despreciaba tanto, hasta que él le contó su historia.
Miguel era el mayor de tres hijos. Marina lo tuvo soltera, “en pecado”, y siempre se avergonzó de él. Aun así, esta mujer lista consiguió enganchar a un viudo respetable y adinerado, Jacinto Perea, con quien tuvo dos hijos más: un niño y una niña.
El padrastro de Miguel era un hombre inteligente y trabajador. Hizo fortuna en los 80 con un negocio, sobrevivió a los 90 y en los 2000 prosperó. Jamás hizo diferencias entre los niños: juguetes, ropa, comida… todo lo repartía por igual. Y también el castigo, cuando era necesario.
Pero Marina sí hacía distinciones. Entre pellizcos y empujones, le soltaba a Miguel:
—¿Para qué te tuve, morenito? Pareces un cuervo entre palomas —refiriéndose a sus rubios hermanos.
Nadie sabía qué culpa tenía el pobre niño. Él no pidió nacer, y fue gracias a él que su madre conoció a Jacinto. Un día, el viudo lo vio llorando en el parque tras un regaño y se acercó a consolarlo. Así conoció a Marina.
Como marido y padre, Jacinto fue ejemplar: cariñoso, generoso, nunca escatimó en nada. Miguel nunca se sintió un extraño. Pero sus hermanos, instigados por su madre, no perdían ocasión de recordarle su lugar:
—Tú no eres de los nuestros. Nuestro padre te mantiene —le decían en cada pelea infantil.
Su hermana María y su hermano Antonio siempre remarcaban su superioridad.
—Mi padrastro es la única persona que siento como familia —le confesó Miguel a Laurita al principio de su matrimonio.
Ella entendió que era mejor evitar a su suegra para no amargarse. Recordaba bien la mueca de desprecio de Marina al conocerla:
—Dios mío, qué novia… Pero ¿qué se puede esperar de este inútil? —escupió—. Vivan como quieran, pero no pisen mi casa.
Y así lo hicieron. Se casaron, vivieron humildemente pero con independencia. Solo Jacinto los visitaba, bromeando con que quería nietos pronto.
Un año después de la boda, Jacinto falleció. En el notario, la familia se reunió para escuchar su testamento. María y Antonio miraron con desdén a Miguel cuando llegó tarde.
—¿Qué hace aquí este? —susurraron.
Pero el abogado leyó en voz alta: Jacinto dejó su mansión a su querida Marina, y a cada hijo, incluyendo a Miguel, un piso amplio. Al darse cuenta de que recibían lo mismo que su hermanastro, estalló el escándalo.
—¡Él no es de la familia! —gritó María, señalándolo con rabia.
—¿Cuánto le pagó a papá? —preguntó Antonio al abogado—. ¿Se puede impugnar?
El abogado los calmó:
—El testamento es irrevocable, pero dentro de seis meses se leerá lo referente a la empresa, y ahí podrán impugnar si quieren.
Con su nuevo piso, Laurita y Miguel celebraron. Ahora podrían cumplir el deseo de Jacinto: tener hijos.
Aunque las palabras venenosas de sus hermanos dolían, Miguel estaba acostumbrado. Lo que le sorprendió fue el silencio de su madre. Hasta que llegó la cereza del pastel: Marina exigió que se llevaran a Irene, la madre de Jacinto.
Miguel llamó a su madre de inmediato.
—¡Sáquenme a esa vieja de mi casa! —chilló Marina—. Nunca la soporté, ¿y ahora voy a cambiarle los pañales?
A él le dio lástima. Irene había cuidado de todos, criado a los nietos, y ahora, tras un derrame cerebral, la trataban como basura. Sin dudarlo, fue a buscarla. Laurita preparó el apartamento para la silla de ruedas.
Así llegó Irene a su hogar, y Laurita asumió su cuidado. Aunque en realidad, Irene seguía siendo independiente: cocinaba, limpiaba y hasta les hacía la cena.
Ningún familiar volvió a preguntar por ella.
Cuatro meses después, llegó la lectura del testamento de Jacinto. Al entrar con Irene en silla de ruedas, los gritos cesaron. Seis ojos llenos de odio la miraron.
—¿Qué hace aquí? —pensaban—. ¿Qué tiene que ver con el negocio?
Pero el abogado anunció: toda la fortuna de Jacinto pasaba a Irene. El silencio fue absoluto.
María y Antonio se abalanzaron sobre su abuela de repente “querida”.
—Ven conmigo —dijo María, apartando a Miguel.
—¡No, conmigo! —gritó Antonio.
Irene los observó un momento, divertida, y les tomó las manos.
—Tranquilos. ¿Quién dijo que quiero irme de casa de Miguel? Me quedo con él.
Los rostros de sus nietos se descompusieron. Salieron furiosos, seguidos por Marina, quien le lanzó a Miguel:
—Gusano.
Irene, en cambio, guiñó un ojo.
—Llévame a casa, Miguelito. Esto merece una celebración.
Así, Irene se quedó con ellos y poco después traspasó casi todo a Miguel. A sus nietos les dejó una parte pequeña, suficiente para vivir bien.
Pero no aprendieron. Antonio perdió su herencia en deudas y volvió con Marina. María se casó con un vividor, tuvo una hija y, tras el divorcio, dejó a la niña con su madre.
Irene falleció poco antes de que Laurita diera a luz. La bebé se llamó Irene, en su honor.
Un día, Laurita encontró entre las páginas del libro favorito de la abuela una nota doblada:
*”Mamá, si me pasa algo, ve a vivir con mi Miguel. No es de nuestra sangre, pero es el más digno de mis hijos. Perdón por no haber criado igual a María y Antonio.”*
Laurita enjugó una lágrima y sonrió. Jacinto tenía razón: su marido era un buen hombre. Había tenido suerte.