La abuela encontró un pequeño león en la calle y lo crió en casa escondiéndolo de los vecinos: pero un día entraron y descubrieron algo espeluznante

Hace muchos años, en un pequeño pueblo de Andalucía, una anciana llamada Doña Carmen regresaba del mercado cuando escuchó un débil maullido tras un contenedor. Entre cajas de cartón sucias, encontró un pequeño gato de ojos dorados, flaco y temblando de frío. Conmovida, lo envolvió en su pañuelo, lo apretó contra su pecho y lo llevó a su humilde casa en las afueras de Sevilla.
Desde aquel día, el felino se convirtió en su compañero. Le puso de nombre León, un apodo cariñoso. Comía con avidez, crecía rápido. Sus patas se volvieron gruesas, su pelaje más denso, y su mirada… empezó a cargarse de algo salvaje.
Un día, al ver cómo destrozaba un viejo cojín con sus garras, Doña Carmen comprendió la terrible verdad: no era un gato. Era un león de verdad.
Pero ya era tarde para deshacerse de él. Se había vuelto su único consuelo en la soledad. Sin familia, el animal se convirtió en su razón de vivir. Se esforzaba por ocultarlo: cortinas siempre cerradas, salidas escasas. Gastaba sus pocos ahorros en comprar carnejamones y chuletas que desaparecían rápidamente, haciendo murmurar a los tenderos.
Por las noches, el “gatito” ronroneaba a su lado, con un sonido grave y profundo, mientras ella acariciaba su melena como si fuera un mero minino.
Los vecinos notaron que Doña Carmen actuaba con recelo. A veces, por la ventana, se escuchaban gruñidos sordos, como si alguien arrastrara muebles. “Esa mujer tiene algo raro en casa”, decían. Pero un día, dejaron de bromear: la anciana no apareció en una semana.
Preocupada, su vecina, la señora Rosario, avisó al guardia municipal. Al abrir la puerta, la casa estaba en silencio… hasta que un grito heló la sangre.
Bajo la tenue luz de una lámpara, en el sofá, reposaba élun león enorme, dorado como el sol. Su hocico estaba manchado de algo oscuro. Y en el dormitorio, Doña Carmen yacía sin vida, hacía días.
Había muerto en paz, mientras dormía. Su fiel compañero, al principio, solo se acurrucó junto a ella. Pero el cuarto día, el hambre pudo más. Gotas rojas marcaban el camino entre las habitaciones.
El león no huyó. No conocía otro mundo fuera de aquellas paredes, donde creció desde cachorro.
Por eso se dice: por más que lo domestiques, la fiera naturaleza nunca abandona a una bestia salvaje.

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La abuela encontró un pequeño león en la calle y lo crió en casa escondiéndolo de los vecinos: pero un día entraron y descubrieron algo espeluznante