Hace un año, la abuela regresaba del mercado cuando escuchó un débil maullido detrás de un contenedor de basura. Allí, en una caja de cartón sucia, encontró un pequeño gatito con ojos amarillos. Pensó que era un gato normal: flaco, tembloroso, casi helado. El corazón se le encogió de pena. Lo envolvió en un pañuelo, lo apretó contra su pecho y se lo llevó a casa.
Desde ese día, se convirtió en su compañero. Le puso un nombre cariñoso, uno de esos que solo se usan en España. El gatito comía con gusto y crecía rápido. Sus patas se volvían más grandes, su pelaje más espeso, y su mirada… cada vez más intensa.
Pasados unos meses, la abuela lo vio destrozar un cojín viejo con sus garras. Entonces cayó en la cuenta: no era un gatito. Era un león de verdad.
Pero para entonces, ya no podía deshacerse de él. El león se había convertido en su amigo, su consuelo en la soledad. La abuela no tenía familia, y aquella criatura era su razón de vivir. Lo escondía de los vecinos, con las cortinas siempre corridas y saliendo lo menos posible.
Todo su dinero lo gastaba en carne: paquetes de cerdo y ternera desaparecían tan rápido que los tenderos empezaron a cuchichear.
Pero la abuela no les hacía caso. Por las noches, el «gatito» dormía a su lado, ronroneando con un sonido profundo y vibrante, mientras ella le acariciaba la suave melena, como si fuera un gato cualquiera.
Los vecinos notaron que la abuela se comportaba de manera extraña. A veces, por las tardes, se escuchaban ruidos en su piso: respiraciones pesadas, como si alguien arrastrara muebles o caminara de puntillas. Empezaron a bromear: «En esa casa pasa algo raro». Pero un día, las bromas terminaron: la abuela no salió en una semana.
Una vecina, preocupada, llamó al guardia urbano para que revisara. Cuando abrieron la puerta con cuidado, todo estaba en silencio. Hasta que, de repente, la mujer gritó de terror al ver la escena…
En el sofá, bajo la cálida luz de una lámpara, estaba él: un león enorme, dorado. Su hocico manchado de algo oscuro. Y en la cama de la habitación, yacía la abuela… muerta desde hacía días.
Había fallecido en silencio, mientras dormía. Al principio, su querido «gatito» se quedó a su lado, pero al cuarto día, el hambre pudo más y empezó a devorarla poco a poco. Gotas rojas marcaban el camino de una habitación a otra.
El león no intentó escapar cuando ella murió. No conocía otra vida más allá de esa puerta, pues desde cachorro solo había vivido en aquel piso.
Por eso se dice que un animal salvaje siempre será salvaje, por mucho que lo críes en casa.