La abuela no nos eligió
Lidia Fernández estaba junto a la ventana mirando a los niños jugar en el patio. Una niñita con coletas le recordó a su nieta Martita, a quien no veía desde hacía seis meses. Y podría verla cada día.
—Lidia, ¿por qué tan triste? —se acercó su vecina Carmen con una taza de café en la mano—. ¿Otra vez pensando en los nietos?
—Cosas que pasan por la cabeza —suspiró Lidia—. Miro a estos pequeños y pienso que podría estar leyéndole cuentos a Martita ahora mismo.
—No te tormentes. Tomaste una decisión, ahora vive con ella.
Carmen tenía razón, claro. Hubo una elección. Y Lidia la tomó. Solo que las consecuencias no fueron como imaginaba.
Todo empezó cuando su marido enfermó gravemente. Los médicos dijeron que necesitaría cuidados constantes. Lidia dejó su trabajo y se convirtió en su cuidadora. Durante año y medio no se separó de Antonio. Le daba de comer, lo movía, lo bañaba, le leía el periódico en voz alta.
En ese tiempo, su hijo mayor, Javier, apenas visitó tres veces. Demasiado ocupado con el trabajo. Pero el menor, Álvaro, venía seguido. Le ayudaba con las medicinas, la comida, le dejaba algo de dinero. Su nuera, Luisa, también era amable: le llevaba cocido, le ayudaba con la colada.
—Mamá, ¿y si llevamos a papá a una residencia? —sugirió Javier durante una de sus breves visitas—. Allí lo cuidarán, y tú descansarás.
—¿Una residencia? —se indignó Lidia—. No podría vivir sin mí. Cuarenta años juntos, ¿y ahora lo abandono?
—No es abandonarlo, es darle mejores cuidados.
—Los mejores cuidados están en casa, con su familia.
Javier se encogió de hombros y se marchó. Álvaro siguió ayudando. Incluso llevaba a su mujer y a Martita para que el abuelo viera a su nieta.
Cuando Antonio murió, Lidia se quedó completamente sola. El piso le pareció enorme y vacío. Cada rincón le recordaba a su marido, cada objeto le dolía en el alma.
—Mamá, vente a vivir con nosotros —propuso Álvaro después del funeral—. ¿Para qué quedarte aquí sola?
—No sé —respondió ella, dubitativa—. Estoy acostumbrada aquí.
—Mamá, nosotros no tenemos espacio —intervino Javier—. Álvaro tiene un piso más grande, les viene mejor.
—Siempre hay sitio —dijo Álvaro con firmeza—. Lo importante es que no estés sola.
Lidia miró a sus hijos y reflexionó. Javier tenía éxito: un ático en el barrio de Salamanca, todo lujo. Álvaro vivía más modestamente, en un piso de dos habitaciones en Carabanchel, con un sueldo normal. Pero tenía buen corazón, eso seguro.
—Lo pensaré —dijo al final.
Lo pensó mucho. Javier apenas visitaba, pero cuando lo hacía, llevaba jamón de bellota, vinos caros. Hablaba de lo bien que estaría en su zona: centros médicos privados, tiendas exclusivas, parques bonitos.
—Mamá, soy el hijo mayor —decía—. Por tradición, los padres viven con el primogénito.
Álvaro, en cambio, simplemente aparecía y ayudaba. Arreglaba una lámpara, traía la compra, se sentaba a charlar. Luisa cocinaba bizcochos, Martita le regalaba dibujos.
—Abuela, ¿cuándo te vienes con nosotros? —preguntaba la niña, abrazándola—. Te enseñaré mi habitación. Tengo una casita de muñecas, jugaremos juntas.
—Pronto, cariño, pronto —respondía Lidia, pero no se decidía.
La decisión llegó inesperadamente. Javier apareció un día, pero no solo: trajo a su mujer, Raquel. Se sentaron en la cocina, y Raquel empezó a hablar de lo maravilloso que sería vivir todos juntos.
—Lidia, entienda que Javier puede ofrecerle una vejez digna —dijo con una sonrisa tensa—. Tendrá su habitación, comida de calidad. ¿Y Álvaro? Apretados en ese pisito…
—No estamos apretados —replicó Lidia—. Es muy acogedor.
—Bueno, no digo que no sean buenas personas. Pero las posibilidades son distintas. Mire —sacó un papel de su bolso—, ya tengo un cardiólogo para usted. Privado, el mejor de Madrid. Javier pagará las consultas.
Lidia tomó el papel con el nombre y el teléfono del médico.
—Álvaro, con su sueldo, no podría costearlo —continuó Raquel—. Son 300 euros por consulta.
—¿Tanto? —se sorprendió Lidia.
—Claro. Lo bueno cuesta. Y piense en el futuro. Javier siempre podrá ayudarla; él tiene recursos.
Javier asentía en silencio.
—Y además —añadió Raquel—, no somos extraños. Luisa es encantadora, pero… ¿quién sabe si mañana se separan? Nosotros llevamos veinte años juntos, somos estables.
Tras su marcha, Lidia se quedó en la cocina, repasando el papel. 300 euros por consulta. Su pensión era de 1.200. Un médico bueno costaba casi lo que ella ganaba al mes.
Raquel tenía razón. Javier podía permitírselo. Tenía un negocio, un BMW, un ático en el centro. Álvaro trabajaba en una fábrica, ganaba poco. Si ella enfermaba gravemente, ¿cómo iba a ayudarla?
Esa noche llegaron Álvaro, Luisa y Martita.
—Mamá, ¿has decidido? —preguntó él, sentando a la niña en el sofá—. ¿Cuándo te mudas?
—Álvaro, he pensado… —titubeó.
—¿En qué?
—Quizá sería mejor irme con Javier.
Se hizo un silencio. Álvaro se enderezó lentamente; Luisa enrojeció. Martita miraba confundida a los adultos.
—Entiendo —dijo Álvaro en voz baja—. ¿Me explicas por qué?
Lidia se sentía culpable, pero las palabras ya estaban dichas.
—Bueno… él tiene mejor situación. Más espacio, un barrio mejor.
—Ah, la situación —repitió Álvaro—. ¿Y que te ayudamos año y medio cuando papá estaba enfermo no cuenta?
—Álvaro, no empieces.
—No, mamá, empezaré. ¿Dónde estaba Javier cuando papá se moría? ¿Dónde estaba cuando tuviste aquel susto y llamamos a urgencias?
—Estaba ocupado con el trabajo…
—¡Yo también trabajo! —aumentó la voz—. ¡Pero encontraba tiempo!
Luisa le puso una mano en el hombro.
—Álvaro, cálmate. Lidia, si lo has decidido, es tu derecho.
—Claro, su derecho —respondió él, amargo—. Elegir al que tiene más dinero.
—No es justo —se ofendió Lidia—. No es por el dinero…
—¿Entonces por qué? ¿Por amor?
Álvaro se levantó, tomó a Martita en brazos.
—Vámonos, Martita. Recoge tus cosas.
—¿Hoy no tomamos chocolate con la abuela? —se entristeció la niña—. Prometió terminar el cuento de la princesa.
—Otro día —respondió él, seco.
Cuando se fueron, Lidia lloró. Pero no cambió de decisión. Al día siguiente llamó a Javier y aceptó mudarse.
Javier se alegró. Llegó con una furgoneta y unos mozos. Empaquetaron rápido: cuarenta años en un piso acumulan muchas cosas, pero solo llevaron lo imprescindible.
—Lo demás ya lo recogeremos —dijo Javier—. Igual compramos una casa en la sierra, allí hará falta.
Lidia asintió, aunque llevaba años oyendo lo de la casa y nunca se materializabaLidia cerró los ojos y respiró hondo, sabiendo que aunque el tiempo no borraría su error, al menos le quedaba la esperanza de reconstruir los lazos rotos, un día a la vez.