La abuela del piso veintitrés: un cuento de soledad y un pequeño milagro

La Abuelita del Piso Veintitrés: Una Historia que Cuenta la Soledad y un Pequeño Milagro

Sabéis, niños, ya llevo tiempo en esta residencia de ancianos, y a veces me pongo a recordar cómo era la vida antes. En mi edificio vivía una anciana la del piso veintitrés. Ay, nadie la quería allí. Y su nombre casi nadie lo sabía ni cómo se llamaba, ni de dónde venía. La verdad, a nadie le importaba.

Era una viejecita menuda, canosa, con unas gafas gruesas que sujetaba con esparadrapo sucio y gastado. Caminaba despacio, arrastrando los pies en unos zapatos viejos y rotos. Llevaba siempre una bolsa de la compra raída, y detrás de ella corría un perrito pequeño, pero que ladraba como un guardián feroz. Le ladraba a cualquiera que se acercara a su puerta, y eran muchos los que lo hacían, porque a los vecinos les molestaban tres cosas.

Primero, la tele. ¡Cómo zumbaba desde la mañana hasta la noche, siempre al máximo volumen! Segundo, las cucarachas que salían de su piso y se esparcían por el portal. Y tercero, ese olor a humedad y abandono que impregnaba el ascensor y las escaleras.

Todo esto exasperaba a la gente. Iban a quejarse, le gritaban: “¿Cuándo va a terminar esto?” Y la abuelita los miraba con sus ojillos pequeños, entrecerrados, sonreía como una niña y decía:
Ahora, ahora

Y por un momento todo se calmaba. Pero no duraba, porque al poco volvía a empezar.

¿Sabéis cómo se llamaba? Leonor Martínez. Tenía casi ochenta y cinco años. El año pasado estuvo muy enferma un resfriado que casi la dejó sorda. Quería un audífono, pero no tenía dinero, y la lista de espera era larga. Su pensión era miserable: tenía que pagar el alquiler, las medicinas y, además, mantener a su perrita Lulú, su único rayo de sol.

¡Esa Lulú era su verdadera amiga! Llegó a su vida muchos años atrás, cuando su marido murió y sus hijos y familiares bueno, no quedaba ninguno. Leonor volvía del mercado bajo la lluvia y vio en un contenedor un cachorrito sucio, tembloroso, tan solo. Quiso seguir de largo, porque apenas podía con sus propias piernas, pero el animalito la siguió. Así se quedó con ella, convirtiéndose en su mundo entero.

Aquel piso aquel piso parecía el almacén de una bruja: todo mugriento, con ese olor penetrante y las cucarachas correteando. Pero Leonor, quizá, no lo notaba o no quería notarlo. Y los vecinos, poco a poco, se resignaron era una batalla perdida.

Hasta que un día llegó Lucía una nueva vecina, divorciada, con un niño. Firmó el contrato de alquiler aliviada y al principio no prestó atención al olor ni a las cucarachas. Pero una noche, al ver dos de ellas sobre la mesa de la cocina, se estremeció. Y decidió luchar contra aquel caos.

Pero aquí viene lo curioso: la vecina del tercero le contó la historia de Leonor Martínez. Lo de la tele, las cucarachas y el hedor. A Lucía le dio pena la anciana, porque entendía lo que era sentirse sola. Decidió ayudarla.

Y así comenzó una nueva vida: Lucía y su hijo Javier visitaban a la abuela, le llevaban comida, jugaban con Lulú. Leonor se alegraba de no estar sola, y Lucía y Javier encontraron en ella una nueva familia.

Con el tiempo, el olor desapareció, las cucarachas también, y la tele dejó de atronar. Pero empezaron los rumores decían que Lucía quería quedarse con el piso. A ella le daba igual; lo importante era que podía darle a Leonor un poco de calor.

Pasó casi un año. Un día, Leonor Martínez se fue de este mundo. La despidieron en silencio, sin alboroto, como seguramente ella hubiera querido. Lulú se quedó con Lucía y Javier ahora eran una familia de verdad.

Así que, niños, la vida a veces es dura e injusta. Pero incluso en la vejez, entre aquellos que han sido olvidados, puede nacer un pequeño milagro cuando alguien llega y regala calor y cariño. Eso, al fin y al cabo, es la verdadera felicidad.

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