La abuela de un día

**La Abuela por Horas**

Me planté frente al espejo del baño, con el rimel temblando en la mano. La última vez que me maquillé con tanto esmero fue hace siete años, justo antes de aquel desastroso evento de empresa donde conocí a Adrián. Se fue un año después de que naciera nuestro hijo, dejándonos el piso como último gesto de caballerosidad.

Mi mano se dirigió al brillo de labios de siempre, pero de pronto agarró un carmín rojo intenso. Llevaba intacto desde que me convertí en “la mamá de Lucas”.

El teléfono vibró al borde del lavabo y cayó al suelo con estrépito. El pincel del rimel resbaló, dejando una raya negra junto a mi sien. Laura llamaba por tercera vez en una hora.

—¿Te vas a animar o qué? —su voz sonaba irritada—. ¡Dijiste que pasarías a buscarme hace una hora!

Apreté los labios mientras espiaba a Lucas por la puerta entreabierta. Mi hijo estaba sentado frente a la tele, rodeado de un círculo de cereales. Tragué saliva.

—Necesito encontrar una canguro. Urgentemente.

—¿¡Cómo!? —Laura soltó un grito ahogado—. ¡Me juraste que ya tenías todo organizado!

—La que había contratado canceló a última hora.

El silencio al otro lado se volvió espeso. Sabía exactamente lo que pensaba Laura: *”Otra vez Marta no puede con todo”*. Cinco años criando sola a un niño, y seguía sin aprender a anticipar estas situaciones.

—¡Mamá! —Lucas apareció en la puerta, dejando un reguero de cereales—. ¿Hoy viene papá?

El golpe en el estómago fue automático. La misma pregunta todos los viernes, pero su padre no se esforzaba demasiado por ver a su hijo. Y yo tampoco insistía mucho.

—No, cariño —le arreglé el cuello de la camiseta—, ¡pero hoy viene la canguro más maravillosa del mundo!

El portátil me mostró una docena de opciones al buscar *”canguro urgente”*. El anuncio de *”Abuela por horas”*, con una foto de una anciana sonriente, parecía una burla. Mi propia madre llevaba tres años viviendo en Málaga. Nuestra relación era tensa: yo no quería preocuparla con mis problemas, y ella me acusaba de distanciarme y no contarle nada.

Hice clic en el anuncio y seleccioné *”Llamar”*.

A las 19:03 en punto, el timbre rompió el silencia de nuestro piso.

La mujer en la puerta parecía salida de un manual de economía doméstica de los años setenta. Alta, erguida, con un traje gris impecable y una blusa blanca perfectamente planchada. El único detalle llamativo era un broche anticuado en forma de lechuza en la solapa.

—¿Ha solicitado el servicio de canguro? —Su voz era clara, con un leve ronquido, como de quien está acostumbrada a ser obedecida.

Retrocedí sin querer, dejándola pasar. Por primera vez, me sentí una invitada en mi propia casa.

—Sí, pero… esperaba a…

—¿A quién exactamente? —Se giró bruscamente, y el broche relució bajo la luz de la lámpara. No supe qué responder. Nada en ella recordaba a la abuela alegre del anuncio.

Detrás de mí se oyeron pasos descalzos. Lucas se quedó mirando su traje severo:

—¿Eres una bruja como la del cuento?

—¡Lucas! —lo cubrí instintivamente.

La mujer resopló. Se inclinó y, para mi sorpresa, le dedicó una sonrisa cálida.

—Qué niño observador. Pero hoy solo soy Doña Virtudes. Tu canguro. Por esta noche.

Se quitó la chaqueta con el mismo movimiento preciso de un cirujano quitándose los guantes después de una operación, y la colgó cuidadosamente en el perchero. Examinó el salón con mirada experta.

—Las normas son sencillas. Usted se va. Puede llamar, pero solo por algo importante. Yo me ocuparé del niño, y sus llamadas nerviosas no nos ayudan.

Me mordí el labio al ver cómo pasaba un dedo por el estante, buscando polvo.

—¿Tiene referencias?

Doña Virtudes se volvió, y en sus ojos vi algo vagamente familiar.

—Treinta y cinco años como educadora infantil. He criado a generaciones enteras. Su Lucas estará en buenas manos.

* * *

La lluvia azotaba los cristales del café, desdibujando las luces de la ciudad. Llegué veinte minutos tarde—el tiempo que me costó convencerme de que Lucas estaría bien.

—¡Marta, por fin! —Laura agitó una mano. Sus uñas, como siempre, estaban impecables: rosa pálido, sin ni un solo desconchado—. Ya te hemos pedido té verde.

Roberto se levantó al verme, ajustándose las gafas. Solo llevábamos dos meses saliendo. Laura lo había presentado—un amigo de la infancia que acababa de salir de un divorcio complicado.

—Perdón por llegar tarde —colgué el abrigo mojado en la silla—. Tuve que buscar canguro de urgencia.

Laura entrecerró los ojos—esa mirada que conocía desde la universidad.

—¿Qué pasó con Carmen? Dijiste que habías cerrado con ella para todo el mes.

Agarré el azúcar, evitando su mirada.

—Encontró otro trabajo mejor pagado y nos dejó plantados.

Roberto me acercó la leche con cuidado—siempre la tomaba con el té.

—¿La nueva canguro es de fiar? —preguntó con cautela.

—¿Qué más da? —cortó Laura, agitando el tenedor—. Ni siquiera dejas que tu suegra se acerque a Lucas, ¿y ahora contratas a una desconocida…?

El teléfono en mi bolsillo vibró. Un mensaje de voz de Lucas:

*”Mamá, la bruja ha encontrado tu cadena en la caja de las cosas de papá. Dice que te duele mirarla y por eso la escondiste.”*

Los dedos me apretaron el móvil. Esa cadena me la regaló Adrián en nuestro aniversario. La había guardado con sus cosas…

—¿Marta? —Roberto se inclinó—. ¿Pasa algo? ¿Qué significa eso?

Laura me arrebató el teléfono:

—¿Pero qué…? —maldijo—. ¡¿Esta mujer está registrando tus cosas?!

Otro mensaje llegó enseguida:

*”Y que te duele la espalda del cansancio. La bruja dice que te va a dar una crema buena.”*

Roberto se levantó de golpe, derramando el vaso.

—Te llevo a casa.

—Espera —Laura me agarró del brazo—, vamos a aclarar esto. ¿Contrataste a una…?

—¡Era una página seria! —mi voz se quebró. Varios clientes miraron—. Pero ella sabe… —bajé el tono— cosas que no puede saber. Me duele la espalda. Y esa caja estaba en el rincón más escondido del trastero.

Silencio. Hasta Laura se quedó sin palabras.

Roberto fue el primero en reaccionar:

—Vamos. Los tres.

* * *

El ascensor subía exasperantemente lento. Laura jugueteaba con el cierre de su bolso, Roberto callaba, y yo miraba mi reflejo en el espejo—rimel corrido, pelo revuelto.

—¿Llamamos a la policía? —susurró Laura.

—No. Primero averigüemos qué pasa.

La puerta se abrió antes de que sacara las llaves.

—¡Mamá! —Lucas se me abalanzó. Olía a vainilla y champú infantil—. ¡Hicimos un bizcocho!

La cocina relucía. Sobre laLa cocina relucía, y Doña Virtudes me sonrió con un brillo en los ojos que parecía decir: *”Ahora que has dejado entrar a los demás, por fin puedes descansar.”*

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