¡Justo lo que me faltaba!

**Diario de Mariana**

Solo faltaba esto…

Mariana vivía sola. Con su marido no habían podido tener hijos. Primero lo intentaron, con esperanza, luego pensaron en adoptar. La idea fue suya, a él no le importaba demasiado. Él estaba bien como estaban. Quizá Mariana tardó demasiado en decidirse, lo pensó y repensó, pero el tiempo pasó sin piedad, y después de los cuarenta, ella misma abandonó la idea. La verdad es que le dio miedo.

Su marido, Miguel, era aficionado al senderismo, a las acampadas con mochilas, tiendas de campaña y canciones junto a la hoguera. Hay que reconocer que tocaba bien la guitarra. Sociable, le encantaban las reuniones, las quedadas con amigos.

En su juventud, a Mariana también le gustaba esa vida. Pero con los años, empezó a cansarse. Le hartó pasar todos los fines de semana caminando con la mochila a cuestas, llegar el domingo por la noche, ducharse a toda prisa y volver el lunes al trabajo con picaduras de mosquitos, la piel reseca y las uñas sin arreglar. Quería dormir hasta tarde los domingos, darse una ducha caliente, no lavarse en un río helado o en un estanque sucio. Usar un baño decente, no exponer su trasero a los mosquitos.

Hasta las experiencias agotan cuando son tantas. Le empezó a doler la espalda, las articulaciones se resentían por el esfuerzo. Y dejó de acompañar a Miguel en sus excursiones.

Él, en un gesto de solidaridad, también faltó un par de veces. Pero ella notaba su tristeza, su inquietud. Así que lo animó a ir sin ella. Él se alegró.

—¿Para qué soltar a un hombre así? Acuérdate de mis palabras, alguna lo enganchará. Podría haberse calmado con el tiempo —la regañó su amiga Laura.

—Si no lo hizo cuando éramos jóvenes, ahora menos.

—Te equivocas. Los hombres no son como nosotras, valen a cualquier edad —dijo Laura, moviendo la cabeza.

—¿Y qué? ¿Me sugieres que vaya con él, aunque me duela, solo para que no me sea infiel? Si quiere engañarme, lo hará en casa. No necesita ir de excursión. Además, tenemos nuestro grupo de siempre.

—Bueno, bueno —respondió Laura.

Miguel dejó de invitarla. Iba solo. Poco a poco, se distanciaron. Ya no tenían temas de conversación ni recuerdos en común. Pero ella no notaba nada raro en él.

Hasta que un día, regresó abstraído, distraído.

—¿Adónde fuisteis esta vez? —preguntó ella mientras calentaba la sopa.

—Por la ruta de siempre, la que conoces. Había gente nueva.

—¿Y las fotos? ¿Me enseñas lo que sacaste? —intentó animarlo, sacarle palabras.

—Ya te dije, fuimos por donde siempre —Miguel apartó la mirada, clavando los ojos en el plato.

Mariana fingió creerle. Pero sintió que había ocurrido lo que Laura le advirtió.

Miguel guardó silencio tres días. Luego habló.

—Perdóname. Me he enamorado. Mucho. Nunca pensé que me pasaría —dijo, sin mirarla.

—¿Tan de repente? —Mariana se sorprendió.

—Ella vino en tu lugar. Lleva varias excursiones con nosotros. No concibo la vida sin ella.

—¿Es joven?

Miguel calló.

—Ya veo. ¿Y qué piensas hacer? ¿Irte con ella? —Mariana se esforzó por mantener la compostura, no gritar ni reprochar.

—Ella también se divorcia. Tiene un hijo. No tiene dónde vivir, no puedo traerla aquí. Cambiemos el piso —por primera vez, la miró a los ojos.

—¿Y ella no puede cambiar el suyo?

—Es del marido. Si no estás de acuerdo, no sé… —se levantó y comenzó a pasear nervioso por la habitación.

El piso lo compraron juntos. Claro que todo en ella se rebeló contra la idea. Pero, tras pensarlo, aceptó, reservándose elegir su propio futuro. Le dolió ver su alegría.

—No, sabía que eras tonta, pero no tanto —dijo Laura, girando un dedo junto a la sien.

—Tienes razón. Pero hay un niño. No es culpa suya. ¿Para qué quiero yo un piso grande?

Mariana tuvo suerte. Consiguió un estudio luminoso, en el mismo barrio, cerca del trabajo, recién reformado. No quiso saber nada del piso de Miguel. ¿Para qué?

Se quedó sola, en un estudio, sin marido ni hijos. Se acostumbraría.

Una noche, sonó el teléfono. Era su hermano, Luis. Él casi nunca llamaba. Solo una vez antes, cuando murió su padre.

Mariana había dejado su pueblo pequeño para estudiar en Madrid. Vivió en una residencia, luego se casó… Para su familia, ella era “rica”: vivía en la ciudad, con piso propio. Claro, rica. Todos esperaban regalos caros. Al principio, viajaba a menudo, pero las miradas de reproche, incluso de su madre, los comentarios sobre su supuesta riqueza, la agobiaban. ¿Cómo explicar que un piso no es lujo, sino necesidad?

Para sus padres, Luis era el favorito. “Él no nos abandonará, nos cuidará en la vejez”. Todos los sueños giraban en torno a él. El hijo, el heredero. Mariana se sentía apartada, ajena. Y dejó de visitarlos. Luego, Miguel se volcó en el senderismo, y ya no hubo tiempo.

Su padre murió hace diez años. Fue la última vez que estuvo en el pueblo.

Nada bueno auguraba esa llamada.

—¿Luis? ¿Qué pasa? —preguntó, preparada para malas noticias—. ¿Mamá…?

—No, vive. Pero está muy enferma. Ya no sale. No puede valerse. La edad, ya sabes. ¿Podrías venir?

—Ahora no. Quizá dentro de un mes.

Se alivió al saber que su madre estaba bien.

—Es que… —Luis dudó—. Nuria me dejó. Dijo que estaba harta de cuidar a mamá, vivir divididos… En fin, se llevó a los niños. Y yo, ¿qué? Soy hombre. No sé cuidar la casa. Trabajo. Mamá no ayuda, necesita atención.

Bueno, estoy con otra. Espera un hijo. No puedo cargarla también a ella. Ayúdame, llévatela.

—¿A quién? —no entendió si hablaba de su madre o de la nueva pareja.

—A mamá, no a Marta.

—¿Y Marta…?

—Es mi mujer. Bueno, no estamos casados…

“Debe ser feliz. Se le nota en la voz”, pensó Mariana.

—¿Y dónde la meto? También me he separado, vivo en un estudio.

—Pues mejor, harán compañía. Además, tiene su pensión. Mira, a mamá no le cae bien Marta. Ven a buscarla. Aquí no sobrevivirá sola.

Por mucho que protestó, al final, tuvo que llevarse a su madre. Tomó días sin sueldo y viajó al pueblo. Su madre siempre presumió de Luis, y ahora él quería deshacerse de ella. Bueno, una madre es una madre.

Su madre la reconoció, aunque sin mucho entusiasmo. Envejecida, pequeña y frágil. Aceptó irse con Mariana. Y ella, al ver a Luis, entendió que bebía. No era casual que su mujer se hubiera ido.

No llevó casi nada. Todo viejo, gastado. Luis no se preocupó mucho por su madre. Le compraba ropa, a veces usada. Los acompañó a la estación, les hizo un gesto de despedida. Y nunca más llamó.

Al llegar a casa, Mariana vio su error. DebY al colgar, respiró hondo, sabiendo que, por fin, había aprendido a poner límites.

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MagistrUm
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