Juntos, pero felices

—Lucía, vamos, no es para tanto, hazle un huequito. Es tu hermana —la voz de la madre resonó con una firmeza de acero que no admitía réplica.

—Mamá, ¿qué significa ‘hacerle hueco’? ¡Esta es nuestra casa, Antonio y yo vivimos aquí! ¿Dónde vamos a meterla? —Lucía contuvo a duras penas la rabia que le hervía en el pecho.

—¿Y qué, que se arrincone en esa residencia mugrienta? No podemos pagarle un piso, ¿has visto los precios? Se acabó: Carla vivirá con vosotros. Así estaré más tranquila, la niña bajo vuestra supervisión.

—Mamá, ¡esto no lo habíamos acordado!

—Pues ahora sí. Somos familia, hay que ayudarse.

—¿Familia? ¿En serio? A ver si recuerdas cuando…

—Basta, no tengo tiempo. Compro los billetes y te aviso.

La llamada se cortó. Lucía se quedó plantada en medio de la cocina, apretando el móvil como si pudiera darle respuestas. La osadía de su madre la dejó sin aire. Aunque, ¿de qué sorprenderse?

Lucía siempre había sido la hija menos querida. Cuando su madre se casó por segunda vez y tuvo a Carla, a los seis años, a Lucía le tocó madurar de golpe.

—Ya eres mayor, tienes que ayudar con tu hermanita —repetía su madre. Y así, sobre Lucía cayeron mil quehaceres: pasar la aspiradora, fregar el suelo, cambiar pañales, ir a comprar, entretener a Carla y, más tarde, aprender a cocinar. El padrastro se largó poco después del nacimiento de Carla, dejándolas a las tres solas.

Su madre adoraba a Carla, la consentía sin medida. El dulce más rico era para Carla, la ropa nueva era para Carla, en el barro pedían lo que a Carla se le antojara, al cine iban a ver la película que Carla eligiera. La niña creció entre algodones, sin que su madre pensara siquiera en cargarla con tareas domésticas.

Carla dejaba la ropa tirada, nunca recogía, solo exigía y ponía pegas:

—¡A Paula sus padres le han comprado un móvil nuevo, yo también quiero uno!

—¿Qué cenamos? ¿Otra vez sobras? ¡Pedimos sushi!

—¿Dónde están mis vaqueros favoritos? ¿No los has lavado, Luchi? ¿Que yo lo haga? ¡Pero si no sé! ¿Por qué iba a saber?

—¿Limpiar? No, me duele la cabeza. Hazlo tú.

Su madre nunca llevaba la contraria a Carla. Lucía intentaba protestar, pero solo obtenía:

—Carla crece sin padre, lo tiene difícil.

—¡Yo también crecí sin padre, mamá!

—Lo sé. Pero tú eres fuerte, y Carla es delicada como una flor. Necesita más cuidados.

Su madre gastaba todo su sueldo en Carla, incluso pedía créditos para sus caprichos. Mientras, si Lucía necesitaba unas zapatillas nuevas o un abrigo, su madre le recomendaba, irritada, buscar gangas o directamente comprarlo de segunda mano. Nunca le preguntaba cómo le iba en los estudios, cómo estaba.

Lucía se cansó de tanta injusticia y juró salir de aquella casa cuanto antes. Sacaba matrículas, estudiaba hasta altas horas, trabajaba: repartía folletos, redactaba artículos, hacía de mensajera. Ganaba poco, pero cada euro lo guardaba en una lata de galletas escondida en lo alto del armario.

Un día volvió agotada después de un turno repartiendo publicidad. Cuatro horas bajo un viento helado, los dedos entumecidos, pero había cumplido. Al abrir la lata, casi se asfixió del susto: estaba vacía.

—¡Carla! ¿Has cogido mi dinero?

—¿Cuál? —respondió su hermana, mascando patatas.

—¡El de mi lata!

—¿Esa calderilla? Sí, lo cogí. Tenía que pagar un envío, me trajeron ropa y unas zapatillas. Mamá no dejó dinero. Ah, y pedí sushi.

—¡¿Te has vuelto loca?! ¡Ese dinero era mío, lo estaba ahorrando! ¿Quién te dio permiso?!

—¿Qué más da? Una miseria. ¿Te da pena ayudar a tu hermana?

—¡Si fuera algo importante, no! Pero ¡¿sushi y ropa?! ¡Mírame, mira cómo voy vestida!

—¡Pues cómprate algo! ¿Quién te lo impide? ¿Por qué gritas tanto?

Lucía se encerró en su habitación y lloró de impotencia.

Al volver, su madre montó un escándalo:

—¿Cómo te atreves a recriminarle dinero a Carla? ¡Si lo cogió, pues nada!

—¡Mamá, se lo gastó en sushi y en ropa que no necesitaba!

—¿Te duele? ¡Somos familia, Lucía! ¡Qué vergüenza ser tan egoísta!

—¿Y a ella no le da vergüenza coger sin permiso?

—¡Es una niña! Tú eres mayor, deberías entenderlo.

—¿Y quién me entiende a mí?

—¡Deja de quejarte! ¡Mejor friega los platos!

Lucía aprobó los exámenes con brillantez y entró en la facultad de Económicas de una gran ciudad. Le dieron una habitación en la residencia, y por fin la vida se volvió más llevadera. Estudiaba, salía con amigos, visitaba museos con el carné de estudiante, trabajaba en cafeterías, bibliotecas, tiendas. Su infancia dura le enseñó a no temer al trabajo.

Ni su madre ni Carla se interesaban por su vida. Su madre solo llamaba para recordarle: *”El cumple de Carla es pronto, no se te olvide felicitarla.”* Lucía enviaba dinero y ahí terminaba la conversación.

En el último año, Lucía empezó a trabajar como asistente de contable y ganaba bien. Al enterarse, su madre llamaba más, preguntando por el sueldo y soltando indirectas. Lucía mandaba algo de vez en cuando, pero no podía ayudar mucho: ella y Antonio ya vivían juntos y ahorraban para una hipoteca.

Pronto se casaron y compraron un pequeño piso de una habitación. Solo invitaron a los más cercanos. Los padres de Antonio acudieron, pero su madre y Carla rehusaron:

—Ay, Luchi, ¿para qué vamos? Es solo el papeleo. Ni vas de novia, con ese traje. ¿Eso es una boda? Y los billetes están caros.

—Mamá, es un día importante para mí. Dijiste que somos familia.

—No podemos. Llevo a Carla a un balneario, no hay dinero.

Y ahora, dos años después, su madre anunciaba que Carla viviría con ellos mientras estudiaba en la universidad. No preguntó; lo dio por hecho. No había espacio, ni ganas. Pero en el fondo de Lucía asomó el miedo: si no era con ellos, ¿dónde iría? La residencia no era buena opción.

Lucía lo habló con Antonio. Él estaba en contra, pero aceptó que Carla se quedara temporalmente, hasta encontrar algo.

Carla llegó por la tarde y lo primero que dijo fue:

—¡Vaya barrio más cutre! ¿No encontraron nada más céntrico? ¿Cómo voy a llegar a la uni desde aquí?

—Hola —respondió Lucía secamente—. Desvístete, lávate las manos, a cenar.

—Qué piso más pequeño —Carla miró alrededor con desdén—. Parece una jaula.

—Pues alquila un palacio en el centro —replicó Lucía.

—Dame dinero y lo haré. Sabes cómo andamos de fondos.

—Dormirás aquí —Lucía señaló un colchón inflable—. La ropa, en la balda del armario.

—¿En el suelo? ¿Y la hospitalidad?

—Esta vez no, Carla. No hay sitio, te lo avisé.

—Bueno, ya veremos…

Con el tiempo, Lucía aprendió que a veces la mejor familia es la que uno elige, no la que le tocó en suerte.

Rate article
MagistrUm
Juntos, pero felices