Juntos en la estrechez, pero sin rencores

—Alba, por Dios, no es tanto apretarse un poco. Es tu hermana, ¿no? —La voz de la madre era un muro, sin grietas por donde colarse la réplica.

—¿Apretarme? Pero, mamá, ¿qué dices? Esta es nuestra casa, de Antonio y mía. ¿Dónde quieres que la meta? —Alba contuvo a duras penas el fuego de la rabia.

—¿Prefieres que se pudra en esa residencia llena de chavales? ¿O que alquile un piso? No podemos pagarlo, ¿has visto los precios? Se acabó: Valeria vivirá con vosotros. Así estaré tranquila, bajo vuestro cuidado.

—¡Mamá, nunca acordamos esto!

—Pues ahora sí. Somos familia. Nos ayudamos.

—¿Familia? ¿En serio? ¿Y qué me dices de cuando tú…?

—No tengo tiempo. Compro los billetes y te aviso.

El silencio cayó como un cuchillo. Alba apretó el móvil con fuerza, como si pudiera exprimirle alguna respuesta. La osadía de su madre la dejó sin aliento. Aunque, ¿por qué sorprenderse?

Alba siempre fue la hija invisible. Cuando su madre se casó por segunda vez y nació Valeria, con solo seis años, a ella le tocó madurar de golpe.

—Ya eres mayor, debes ayudar con tu hermanita —machacaba su madre. Y así, sobre Alba cayeron tareas: barrer, fregar, cambiar pañales, hacer la compra, entretener a Valeria y, más tarde, aprender a cocinar. El padrastro desapareció poco después del nacimiento de Valeria, dejándolas a solas.

Valeria era el sol de su madre. La mimaba sin límite: el mejor dulce, ropa nueva, el restaurante que ella quisiera, la película que ella eligiera. Creció entre algodones, sin saber lo que era recoger un plato.

—¡A Inés sus padres le compraron el nuevo iPhone! ¡Yo también lo quiero!

—¿Qué cenamos? ¿Otra vez lo de ayer? ¡Pidamos sushi!

—¿Dónde están mis vaqueros favoritos? Alba, ¿no los has lavado? ¿Que lo haga yo? ¡Pero si no sé! ¡No es mi obligación!

—¿Limpiar? No, me duele la cabeza. Hazlo tú.

Su madre nunca la contradijo. Alba intentaba protestar, pero la respuesta era siempre la misma:

—Valeria crece sin padre, es difícil para ella.

—¡Yo también crecí sin padre!

—Lo sé. Pero tú eres fuerte. Ella es frágil, como una flor. Necesita más cuidado.

Su madre gastaba hasta el último euro en Valeria, incluso pidió créditos para sus caprichos. Mientras, si Alba necesitaba zapatillas o un abrigo, la respuesta era irritada: «Busca en rebajas» o «Cómpralo de segunda mano». Nunca preguntó por sus estudios, por sus sueños.

Alba juró escapar de allí. Estudió sin descanso, trabajó de camarera, de repartidora, escribió artículos por cuatro perras. Guardaba cada euro en una caja de metal escondida en el armario.

Un día, agotada tras repartir folletos bajo el frío, abrió la caja… y el corazón se le heló. Estaba vacía.

—¡Valeria! ¿Te has llevado mi dinero?

—¿El qué? —respondió ella, masticando patatas.

—¡El de mi caja!

—Ah, ¿eso? Sí, lo tomé. Había que pagar el envío de mi ropa nueva y las zapatillas. Mamá no dejó dinero. Ah, y pedí sushi.

—¿Estás loca? ¡Ese dinero era mío, lo ahorré! ¡¿Quién te dio permiso?!

—¿Qué más da? Eran cuatro duros. ¿No puedes ayudar a tu hermana?

—¡No es por ayudar, es por tus caprichos! ¡Mírame, llevo la misma ropa desde hace años!

—Pues cómprate otra. ¿Quién te lo impide? Deja de gritar.

Alba se encerró en su cuarto y lloró hasta quedarse sin lágrimas.

Al volver, su madre estalló:

—¿Cómo osas reprocharle el dinero a tu hermana? ¡Si lo cogió, es porque lo necesitaba!

—¡Lo gastó en sushi y en ropa innecesaria!

—¿Qué más da? ¡Somos familia! ¡Debería darte vergüenza ser tan egoísta!

—¿Y a ella no le da vergüenza robar?

—¡Es una niña! Tú eres mayor, deberías entenderlo.

—¿Y quién me entiende a mí?

—¡Basta de lloriqueos! ¡Lava los platos!

Alba aprobó con matrícula y entró en Económicas en la Universidad Complutense. La residencia fue su salvación. Por fin vivía: salía con amigos, visitaba museos, trabajaba en una cafetería. Su infancia le enseñó a no temer al esfuerzo.

Su madre y Valeria solo llamaban para recordarle: «No olvides el cumple de Valeria». Alba enviaba dinero y colgaba.

En cuarto curso, empezó a trabajar como auxiliar de contabilidad. Su madre, al enterarse, aumentó las llamadas, preguntando por su sueldo y soltando indirectas. Alba les daba algo, pero poco; ella y Antonio ahorraban para un piso.

Se casaron en un acto íntimo. Los padres de Antonio asistieron. Su madre se excusó:

—¿Para qué ir? Es solo un papel. Ni vestido llevas. Y los billetes están caros.

—Mamá, es importante para mí. Dices que somos familia.

—No podemos. Llevo a Valeria a un balneario. No hay dinero.

Dos años después, su madre anunció que Valeria viviría con ellos mientras estudiaba. No preguntó: ordenó. No había espacio, ni ganas. Pero una voz interna susurró: si no es aquí, ¿dónde?

Antonio accedió, a regañadientes: solo hasta que encontrase algo.

Valeria llegó esa noche y, desde el umbral, soltó:

—Vaya barrio más cutre. ¿No encontrasteis nada cerca del centro?

—Hola —respondió Alba, fría—. Deja las cosas, lava las manos y ven a cenar.

—Vaya pocilga. Parece una jaula.

—Pues alquílate un palacio.

—Si me das dinero, lo haré.

—Dormirás aquí —señaló Alba el colchón inflable—. La ropa, en esa balda.

—¿En el suelo? ¿Así tratas a tu hermana?

—Las normas han cambiado, Valeria.

Los días siguientes fueron un regreso a la infancia: platos sucios, ropa tirada, cero ayuda. Valeria comía lo que ellos cocinaban, gastaba sin control. Su madre solo preguntaba: «¿Qué le has hecho de comer a mi niña? ¿No pasa frío en ese zulo?».

Una mañana, Antonio preguntó:

—¿Has cogido dinero de la caja? Era para la hipoteca.

—No. ¿Cuánto había?

—Casi tres mil euros.

Alba lo entendió al instante.

—¡Espera! —Entró como un huracán en la habitación—. ¿Has robado el dinero?

—¿Robar? Lo necesitaba. ¡El dinero debe gastarse!

—¿En qué? ¡Es una fortuna!

—En un móvil nuevo. No pienso seguir con este trasto.

—¡Es nuestro dinero! ¡Para la casa!

—Soy tu hermana. Mamá siempre dice: la familia es para apoyarse.

Temblando, Alba llamó a su madre.

—¿Y qué? Tú puedes permitírtelo. Ella merece cosas buenas.

Colgó. Fue la última vez que hablaron.

Esa noche, cuando Valeria volvió, Alba dejó su maleta en el rellano y dijo, serena:

—Lárgate. Y no vuelvas a llamarme.

Valeria lloró, suplicó. Pero Alba cerrAlba cerró la puerta con un portazo que resonó en todo el edificio, y por primera vez en su vida, sintió que respiraba libre.

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