Juntos en el mismo camino

**Camino Compartido**

Lucía siempre había sido una niña independiente y obediente. Sus padres trabajaban todo el día, y ella, al volver del colegio, calentaba la sopa, comía y hacía los deberes. Hasta podía cocinar unos macarrones si era necesario. Así era su rutina desde primero de primaria.

En segundo de bachillerato, varios estudiantes llegaron a su instituto para sus prácticas preuniversitarias. Entre ellos estaba Daniel Serrano, alto, serio, con gafas y un traje gris. Los chicos lo llamaban “empollón”, se burlaban de él e intentaban sabotear sus clases de historia. Pero, al final, terminaban escuchándolo boquiabiertos. Daniel contaba la historia como nadie antes. Hacía preguntas, les hacía pensar, expresar opiniones, imaginar caminos alternativos en los acontecimientos.

A los chicos les brillaban los ojos. Por primera vez, alguien les daba voz para cambiar el rumbo de la historia, aunque solo fuera en teoría. Daniel moderaba sus ideas cuando se exaltaban demasiado. Todos esperaban sus clases con ansia.

Lucía no podía apartar la mirada de él. Empezó a leer libros de historia solo para participar en sus debates. Un día, armó valor y dio su opinión. Daniel la elogió, diciendo que, si la reforma hubiera seguido su planteamiento, vivirían en una sociedad distinta. Pero le explicó que, en aquel entonces, era casi imposible actuar de otro modo.

—Por desgracia, la historia no se puede reescribir. Solo los libros de texto, destacando lo que convenga —dijo con gravedad.

Luego, sus prácticas terminaron, y Lucía perdió todo interés por la historia. Hasta que un día, camino a casa, lo vio apresurándose hacia ella.

—Hola, Lucía —saludó él.

¡Recordaba su nombre! Su corazón saltó de alegría.

—¿Vienes al instituto? Las clases ya terminaron —dijo ella, ruborizada.

—No, quería verte a ti.

Lucía abrió los ojos, sorprendida, y el rubor le subió hasta las orejas.

—¿Vas a casa? Te acompaño.

Caminaron juntos mientras él le preguntaba por el colegio, sus amigos, sus planes para la universidad.

—¿No te gustaría estudiar historia? Pensé que te había entusiasmado. Por cierto, tengo libros interesantes, si quieres leer alguno.

Lucía se quedó sin aliento. ¿La estaba invitando a su casa? No a Elena, la más guapa de la clase, sino a ella, Lucía Vázquez, “Luquita”, como la llamaba su padre cariñosamente. No se atrevía a mirarlo.

—Gracias, pero voy a estudiar económicas… —murmuró—. Aunque los libros me encantaría leerlos.

—Bien. La próxima vez te traeré algunos, si no te importa que elija yo —contestó él.

¿”La próxima vez”? ¿Volverían a verse? Su corazón latía furioso en su pecho.

—¿Habrá próxima vez? —oyó su propia voz y sintió cómo el rubor la abrasaba.

—Claro. Si tú quieres. —Daniel sonrió, y su rostro se volvió juvenil y atractivo.

De pronto, Lucía entendió que no le llevaba mucha edad. Era la primera vez que lo veía sonreír.

—Y llámame Daniel. No estamos en clase, ya no soy tu profesor. ¿Es esta tu casa?

Ella asintió, incapaz de hablar ante la emoción. Él se despidió y se marchó.

—Daniel, ¿cuándo volverás? —preguntó, ya sin miedo.

Sacó el teléfono.

—Dame tu número, te llamaré.

Pero no la llamó. Le envió un mensaje días después. Se vieron un par de veces antes de que los exámenes los separaran: los suyos en el instituto, los de él en la universidad. Volvieron a encontrarse tras la graduación de Lucía. Todo ese tiempo lo mantuvo secreto. Hasta que se lo contó a sus amigas, que envidiarían su relación con un hombre mayor.

Lucía empezó la universidad y siguió viéndose con Daniel. Su madre, al enterarse, se preocupó y pidió conocerlo. A sus padres les gustó: formal, sin vicios, profesor. Su madre se tranquilizó, y Lucía flotaba de felicidad.

En tercero, se casaron. Decidieron esperar para tener hijos hasta que ella terminara. A Daniel le gustaba el orden: alineaba tarros, apilaba libros, doblaba toallas con precisión. Le pedía a Lucía que no dejara cosas tiradas. Ella lo veía como un juego y empezó a imitarlo para complacerlo.

Un día, entró en el baño después de ella y la llamó con tono firme.

—Lucía, te he pedido que seques el agua del suelo después de ducharte.

Vio unas gotas en el azulejo.

—Lo haré la próxima vez. Tú también vas a ducharte.

—No, ahora. ¿Sabes dónde está la fregona?

Sin gafas, sus ojos grises la miraban fríos. Las usaba para parecer mayor, no por necesidad.

—¿En serio? Se secará solo. —No podía creer que hablara en serio.

Pero su mirada se tornó glacial. Lucía sintió ganas de esconderse. Cogió la fregona y limpió.

—Y cuelga la toalla. —Señaló una húmeda al borde de la bañera.

—Iba a hacerlo, pero me distraíste… —se defendió.

Bajo su mirada, la colgó con cuidado. Salió del baño abrasada de vergüenza. Él la reprendía como a una niña, la señalaba como a un gatito.

Daniel exigía platos ordenados por tamaño, ropa doblada en pilas perfectas… Lucía revisaba la cocina antes de salir, temerosa de olvidarse. Él no permitía muestras de afecto durante el día, poniendo distancia.

De pronto, Lucía comprendió que no lo conocía. Ni lo amaba. Le gustaba que un hombre mayor, profesor, la cortejara. Que sus amigas envidiaran. Eso confundió con amor. Le sorprendió descubrir que él iba a la manicura, pulía sus uñas. Nunca imaginó que un hombre cuidara tanto su apariencia.

Cansada de vivir bajo vigilancia, empezó a pensar que enloquecería si seguía así. Iba a hablar con él cuando supo que estaba embarazada. La alegría opacó todo. Casi treinta años y aún sin hijos.

Esperó que cambiara. Ya se había acostumbrado al orden. Pero empeoró. Obsesionado, vigilaba su dieta. Una vez, encontró una caja de pizza en la basura y la acusó de querer envenenar al bebé. Si quería algo “prohibido”, lo comía a escondidas.

Con el bebé, mantener el orden era imposible. Daniel no gritaba, pero señalaba cada fallo. Incluso ausente, Lucía no podía relajarse. Solo cuando su hijo, Mateo, dormía, corría a limpiar, temerosa.

Su madre la elogiaba por su pulcritud, adoraba a su yerno. Cuando Mateo empezó a caminar, Lucía solo recogía juguetes. La gota que colmó el vaso fue cuando Daniel revisó su teléfono.

—¿No confías en mí? ¿Qué buscas? ¡Es humillante! —lloró.

Finalmente, no aguantó más y le dijo que no podía seguir. Mientras él trabajaba, recogió sus cosas y se fue a casa de sus padres. Él fue tras ella, pero su madre tomó su parte.

—No bebe, no fuma, es trabajador. Millones matarían por estar en tu lugar. ¿Qué más quieres? Vuelve con él. ¿Dejarás a tu hijo sin padre? No nos avergüences.

—No volveré. No puedo vivir así. Es obsesivo, un robot. El sexo es programado y a oscuras. ¡Lo odio!

Su padre, inesperadamente, la apoyó.

—DéSu padre, inesperadamente, la apoyó: **”Quédate aquí, hija, y cuando estés lista, sigue tu propio camino—nadie merece vivir como un reloj que nunca marca la hora de la felicidad”**, y en ese instante, Lucía supo que, aunque el futuro fuera incierto, al menos sería libre.

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