**Caminando Juntos**
Lucía siempre fue una niña independiente y obediente. Sus padres trabajaban todo el día, y ella, al salir del colegio, calentaba la sopa, comía y hacía los deberes. Incluso podía cocinar unos macarrones ella sola. Así desde primero de primaria.
Cuando estaba en segundo de bachillerato, llegaron varios estudiantes de prácticas a su instituto. La clase de Historia la daba un alto y serio Denis Serrano, con gafas y un traje gris. Los chicos lo apodaron “el empollón”, se burlaban de él y trataban de boicotear sus clases. Pero, al final, acababan escuchándolo con la boca abierta. Contaba la historia como nadie antes. Hacía preguntas que hacían pensar, invitaba a opinar, a imaginar caminos alternativos.
A los chicos se les iluminaba la mirada. Era la primera vez que alguien les dejaba expresarse, cambiar el curso de la historia, aunque solo fuera en teoría. Denis Serrano les ponía los pies en la tierra cuando se entusiasmaban demasiado rediseñando el mundo. Esperaban sus clases con impaciencia y nunca se las perdían.
Durante esas lecciones, Lucía no podía apartar los ojos de Denis Serrano. Empezó a leer libros de historia para participar en los debates. Un día, se armó de valor y compartió su opinión. Denis la felicitó y dijo que, si alguna reforma hubiera seguido su propuesta, vivirían en una sociedad muy distinta. Pero le explicó que, en aquella época, era casi imposible actuar de otro modo.
—Por desgracia, la historia no se puede reescribir. Solo los libros de texto, marcando los énfasis necesarios —dijo con un tono cargado de significado.
Luego, sus prácticas terminaron, y Lucía perdió el interés por la historia. Un día, volviendo del instituto, se encontró con Denis Serrano, que caminaba hacia ella con prisas.
—Hola, Lucía —la saludó.
¡Se acordaba de su nombre! El corazón de Lucía dio un brinco de alegría.
—¿Viene al instituto? Las clases ya han terminado —dijo, algo turbada.
—No, quería verte a ti.
Lucía abrió los ojos como platos y se sonrojó.
—¿Vas a casa? Te acompaño.
Caminaron juntos, y él le preguntó por el instituto, sus amigos, sus planes de futuro.
—¿No quieres estudiar Historia? Pensé que te había gustado. Por cierto, tengo libros interesantes; puedo dejarte alguno.
Lucía casi dejó de respirar de la emoción. ¿La estaba invitando a su casa? ¿A ella, Lucía Martín, “Luci”, como cariñosamente la llamaba su padre, y no a Elena, la más guapa de la clase? No se atrevía a mirarlo a los ojos.
—Gracias, pero voy a estudiar Económicas… —murmuró—. Aunque me encantaría leer esos libros.
—Perfecto. La próxima vez te traeré unos cuantos, los que yo elija, si no te importa —dijo él.
¿”La próxima vez”? ¿Volverían a verse? El corazón de Lucía latía con fuerza ante la locura de aquella situación.
—¿Y habrá próxima vez? —escuchó su propia voz y sintió cómo el rubor le quemaba las mejillas.
—Claro. Si tú quieres —sonrió Denis Serrano.
Con esa sonrisa, su rostro se volvió hermoso y casi juvenil. Lucía se dio cuenta de que no le llevaba mucha edad. Era la primera vez que lo veía sonreír.
—Y llámame Denis. No estamos en clase, ya no soy tu profesor. ¿Hemos llegado? ¿Es esta tu casa?
Lucía asintió. No podía hablar, abrumada por tantas emociones. Él se despidió y se dispuso a irse.
—Denis, ¿cuándo volverá? —preguntó Lucía, ya sin miedo.
Sacó el móvil.
—Dame tu número, te llamaré.
Pero Denis no llamó. Le mandó un mensaje a los pocos días. Se vieron un par de veces más, hasta que llegaron los exámenes: los de selectividad para ella, los finales para él. Se reencontraron tras su graduación. Lucía había guardado en secreto esos encuentros. Hasta que no pudo más y se lo contó a sus amigas. Le tenían una envidia tremenda. Ninguna tenía un novio mayor.
Lucía empezó la universidad y siguió viéndose con Denis. Pronto su madre se enteró y se alarmó, pidiendo conocer a ese “hombre serio” que había conquistado a su hija. Denis, formal y responsable, les cayó bien. Sin vicios, fiable, y además profesor. Su madre se tranquilizó, y Lucía volaba por los aires de amor.
En tercero, se casaron. Decidieron esperar a que Lucía terminase la carrera para tener hijos. Denis amaba el orden. Alineaba los botes en las estanterías, apilaba los libros con precisión, colgaba las toallas rectas. Le pedía con suavidad a Lucía que no dejara sus cosas tiradas. Ella lo tomó como un juego y pronto empezó a imitarlo para complacerlo.
Un día, Denis entró en el baño después de ella. Al poco, Lucía escuchó su voz exigente y corrió hacia él.
—Lucía, te he pedido que seques el suelo después de ducharte —dijo Denis, conteniendo la irritación.
Ella vio unas gotas en el suelo.
—Vale, la próxima vez lo haré —respondió—. Total, tú también vas a ducharte.
—No la próxima vez, ahora. ¿Sabes dónde está la fregona?
Sin gafas, sus ojos grises la miraban fríos. Las llevaba solo para parecer mayor, no por necesidad.
—¿En serio? Se secarán solas —Lucía no podía creer que lo dijera en serio.
Pero Denis no bromeaba. Su mirada se volvió gélida. Lucía deseó esconderse, hacerse pequeña. Cogió la fregona y pasó el trapo.
—Y cuelga la toalla —señaló con un dedo largo la toalla húmeda al borde de la bañera.
—Iba a hacerlo, pero me has distraído… —se justificó.
Bajo su mirada estricta, colocó la toalla en el tendedero, alisándola con cuidado. Lucía salió del baño abrasada por la vergüenza. Su marido la regañaba como a una niña, la señalaba como a un gatito.
Denis exigía que los platos se apilaran por tamaño, que la ropa estuviera doblada en pilas perfectas… Cada vez que salía de la cocina, Lucía revisaba y ajustaba todo. Y si se olvidaba, Denis se lo hacía notar. Durante el día, no permitía caricias ni besos, alzando su mano bien cuidada como barrera.
Lucía comprendió de pronto que no lo conocía. Y, sobre todo, que no lo amaba. Le gustaba que un profesor, un hombre adulto, la cortejara, no un chico de su edad. Le gustaba que las demás envidiaran. Y había confundido eso con amor. Fue un shock enterarse de que Denis iba a la manicura, pulía sus uñas y eliminaba padrastros. Le parecía impropio de un hombre.
Estaba harta de vivir vigilada, de medirlo todo con regla. Cada vez pensaba más que, si seguía con Denis, acabaría loca. Estaba a punto de hablar con él cuando descubrió que estaba embarazada. Se alegró tanto que lo demás dejó de importar. Casi tenía treinta años y aún no tenían hijos.
Esperó que él cambiara. Además, ya se había acostumbrado al orden. Pero fue peor. Denis, obsesivo, controlaba su dieta y su rutina. Una vez encontró una caja de pizza en la basura y la acusó de querer envenenar al bebé. Si quería algo “prohibido”, iba a un bar o lo comía a escondidas.
Mantener el orden con un bebé era imposible. Denis no gritaba,Con el tiempo, Lucía aprendió que el amor no son solo las reglas perfectas, sino también los momentos imperfectos que llenan el alma de risas y libertad.