Junto al pozo…

En el pozo…

Ana Jiménez, con un esfuerzo, subió el yugo a sus hombros y caminó por el angosto sendero del pueblo, el tintineo de los cubos de metal resonando en el silencio del aire matutino. El agua del pozo —fría, cristalina, pura— era para ella algo sagrado. Aunque ya pasaba de los setenta, cada día hacía el recorrido hasta el final de la calle. Testaruda y fuerte, no escuchaba los reproches de su nuera.

—Mamá, ¡esto ya es demasiado! ¡Tienes agua en el patio y en casa! La gente se ríe. ¿No te pesa? —refunfuñaba Lucía, poniendo los ojos en blanco.

Pero Ana Jiménez hacía como si no oyera. Ni siquiera quería cocinar con el agua del grifo: «huele a tuberías», decía. En cambio, la del pozo era distinta. De manantial. Viva. Dulce como una lágrima de nostalgia.

Se detuvo, apoyó los cubos en el suelo, se irguió y cerró los ojos un instante. Una brisa mecía las hojas de un joven tilo —alguien lo había plantado hacía poco junto al pozo. Antes, allí crecía un viejo olivo, frondoso y robusto, bajo el que Ana, de joven, se encontraba con Fernando.

¡Cómo ardían entonces sus mejillas, cómo le latía el corazón cuando corría hacia el pozo! Y él —alto, moreno, de ojos oscuros— esperaba apoyado en el brocal. Todas las muchachas del pueblo envidiaban. Sobre todo, Marta, su mejor amiga.

—Marta, si te acercas a él —advirtió Ana—, daría mi alma por él.

Pero Marta la miraba de reojo y soltaba una risita:

—Ya verás como será mío. La gitana lo dijo… ¡Es broma! —intentaba suavizar.

Ana entonces apartó la mano. Pero la inquietud ya se le había clavado en el pecho. Y como si fuera poco, la fiebre. Ardiendo, postrada, le pidió a Marta:

—Ve al pozo. Dile a Fernando que no me espere. Que estoy enferma, que será mañana.

Marta sonrió entonces… de un modo extraño. Y desapareció, dejando atrás el taconeo. Qué le habría dicho a Fernando… Ana nunca lo supo. Pero al día siguiente, al llegar al olivo, los vio juntos.

Estaban tan cerca… y ella, con un frío en el pecho, dio media vuelta y huyó. Las lágrimas la ahogaban, el corazón se le partía.

Una semana después, un vecino —José— pidió su mano. Callado, humilde, siempre la miraba como si fuera un milagro.

—Manda a los padrinos, José —dijo con orgullo, apretando el dolor en su pecho—. Antes de que me arrepienta.

Marta volvió después. Suplicando entre lágrimas:

—No pasó nada entre Fernando y yo. Ana, detente…

—Tienes lo que querías. Y no serás feliz. Como yo. Ahora, vete. Para siempre.

La boda fue el entierro de un sueño. Sus padres se inquietaban, pero José… José hizo todo para que ella no lo lamentara.

Cocinaba, lavaba, se levantaba por las noches con los niños. Todos en el pueblo decían: «manitas de oro, corazón grande». Pero… Ana nunca pudo amarlo. Vivió con respeto, pero sin pasión.

Marta se casó con Fernando. Y él… no duró. Se fue justo después de la boda. Decía que iría a construir una casa. Que no quería vivir con sus padres ni en casa de su esposa. En realidad, huía. De ella. A Valladolid, a Burgos… lo más lejos posible.

De Valladolid llegó la noticia: Fernando murió en el monte. Un tronco lo aplastó.

Lo enterraron entre todo el pueblo. Ana no fue. No podía exhibir su pena. Pero al anochecer, llegó sola a la tumba fresca. Se quedó allí, rezando. No sabía qué. Solo lloró —en silencio, sin aire, como si hubiera estado conteniendo el aliento todo ese tiempo.

De pronto, una mano en su hombro. Se volvió. Marta. De negro. Se miraron sin decir nada. Y se marcharon, sin una palabra.

Pasaron los años. Marta murió. Ana ahora iba seguido al cementerio. Ahí estaban su marido, sus padres… y aquella tumba. Dos juntas.

Las cuidaba. Limpiaba las lápidas. Arrancaba las malas hierbas. Y un día… volvió a ver a Marta. Como una sombra al atardecer.

—Sigues viniendo a verlo, ¿eh, Ana? ¿Incluso ahora? —preguntó en voz baja.

—Sabías que él te amaba. Solo a ti. Quizá eso te consuele…

Y entonces, Ana comprendió. No había amado a Fernando. Sino lo que soñó con él. Amó el sueño. Mientras, a su lado, estuvo siempre un hombre real. Leal. Tierno. José. Su marido, su amigo, su apoyo. Y ella, escondida en sus recuerdos, como en un baúl viejo, buscando el aroma del pasado.

Ya no guardaba rencor. Nada de eso importaba. Hacía tiempo.

…Ana Jiménez alzó los cubos. Respiró el olor de los claveles chinos. Ya se marchitaban… Los cortaría y los llevaría al cementerio. A Marta le encantaban. Ese aroma especiado, amargo… como una promesa imposible.

Desde el sendero, gritó:

—¡Pepe! ¡Pepe, tengo algo que decirte!

—¿Qué pasa? —respondió él, alarmado.

Ella sonrió, apoyó la cabeza en su pecho y susurró:

—Te quiero, Pepe…

Y se sonrojó como una muchacha. Él solo la apretó más fuerte, sin decir nada. En su mirada estaba todo: sorpresa, ternura… y el amor que había llevado a lo largo de sus vidas.

Ana ya no pasaba de largo ante aquellas dos tumbas. Se detenía. Limpiaba el granito, murmurando oraciones. Como si esperara que allí, en el cielo, hubiera al fin paz. Verdadera. Eterna.

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MagistrUm
Junto al pozo…