Había una vez una mujer joven que soñaba con casarse y formar un hogar.
—Bueno, ya casaron a otra. Uno más feliz en el mundo —dijo Doña Carmen, la jefa de contabilidad, la más veterana del equipo, tanto por edad como por rango, alzando su copa de cava.
—¡Poco es eso! Que vivan hasta las bodas de diamante —añadió con vivacidad la siempre animada Maribel.
—Casarse no es más que buscarse problemas —suspiró con tristeza la señora Rosa, la limpiadora, que se asomaba desde el umbral—. Hoy se casa uno y al año ya está borracho perdido. Ay, niñas, ¿no ven que solas viven mejor?
—Señora Rosa, por favor… —Maribel le hizo un gesto de fastidio—. Que a usted le saliera mal el marido no significa que casarse sea error. A nuestra Loli le ha ido de maravilla. Guapo, con coche y con futuro. No hagas caso, Loli, ¡sé feliz! —Maribel brindó con su copa, haciéndole un guiño.
Loli acababa de volver de una semana de vacaciones por su boda. Había traído dulces y cava para celebrarlo con sus compañeras. Sonreía, radiante como un sol de agosto, aunque algo nerviosa. Claro, le había avisado a su recién estrenado marido que se quedaría una horita, era costumbre brindar con el equipo. Pero ya iban tres horas, el cava se había acabado, habían ido a por más, y nadie parecía tener prisa por irse. Su marido le mandaba mensajes, preguntándole cuándo volvería, que la echaba de menos y que iría a buscarla si hacía falta.
—Bueno, niñas, seguid vosotras. Recoged la mesa, que yo por la mañana la limpio —dijo la señora Rosa.
—Váyase a casa, señora Rosa, no se preocupe, lo dejaremos todo recogido —prometió Doña Carmen—. Chicas, una última copa y nos vamos. Solo nos queda casar a Soledad y ya tendremos el equipo completo.
—A ver, Sole, ¿qué haces aún soltera? Eres guapa, tienes piso… ¿Ninguno te gusta o esperas a un príncipe? —preguntó Maribel, ya algo achispada.
—¿Y qué tiene que ver el piso? —replicó Soledad.
—¡Pues claro que importa! ¿Cuántos años tienes? A tu edad yo ya tenía dos criaturas, y el mayor empezaba el cole. Con mi marido hemos pasado de todo. Casi nos divorciamos un par de veces. Pero yo le dije: “Si has tenido hijos, acaba de criarlos, y luego haz lo que quieras”. Y ahí lo tengo, más domado que un perro —Maribel cerró el puño con ironía.
—La gente se casa por pasión o por accidente. La pasión se acaba, vienen las rutinas. Los hijos, ni hablamos. Las noches sin dormir, los nervios, las peleas… Y al final, divorcio.
Si el hombre es decente, dejará el piso a la mujer y a los niños, y él se irá a un alquiler o a una residencia. Pero no dura. Todos sus amigos están casados, no tiene a quién acudir. Entonces empieza a buscar, a ver si encuentra a alguna mujer sola, sin hijos. Porque si huyó de los suyos, no es para criar a los ajenos. Y ahí estás tú, justo lo que busca: joven, con ganas de casarse y, encima, con piso. Un tesoro. Por eso me extraña que sigas soltera.
—Vaya forma de ver las cosas —dijo Soledad, ofendida—. ¿Solo valgo para divorciados y sintecho? ¿A mis treinta ya no puedo aspirar a un hombre sin pagar pensiones, según tú?
—No la escuches, Sole, está borracha y dice tonterías. Los hombres hoy no tienen prisa por casarse. Quieren hacer carrera. Aunque sí, te has quedado algo rezagada —suspiró Doña Carmen—. Bueno, lo arreglaremos.
—¡Eso digo yo! —aprovechó Maribel—. Los hombres solteros y con éxito se lo piensan, buscan jovencitas y guapas. Los divorciados no son tan exigentes. Les basta con que seas buena persona y tengas piso. No van a pasarse la vida de alquiler en alquiler o viviendo con su madre.
—Cada uno tiene su destino. A unas les toca casarse pronto, y más de una vez. Otras encuentran su felicidad tarde. Pero llega. Tengo una amiga con un hijo. Treinta y seis años, soltero y sin historial, que yo sepa. Listo, con estudios, buen sueldo, pero con las mujeres no tiene suerte —dijo Doña Carmen.
—¿Está enfermo o es borracho, que nadie lo quiere? Habrá que ver su orientación, no vaya a ser… —Maribel vio la mirada de reproche de Doña Carmen—. ¿Qué? A una amiga mía…
—¡Maribel, basta! Hablas más que una cotorra. Da asusto escucharte. La vida tiene de todo. Pero piénsalo, Sole. Es un buen chico. Hace tiempo que quería presentároslo.
—¿Y a qué viene todo esto? No creo en estos enlaces. Todos se alaban, y luego la realidad es otra. Ya me las apañaré sola.
—Eso dices. ¿Dónde vas a conocer a alguien? Aquí solo hay mujeres, no sales de marcha. Si no os gustáis, nadie os obliga a casaros. Además, él tiene piso. ¿Por qué no probar? ¿Y si os lleváis bien? —insistió Doña Carmen—. Bueno, chicas, nos hemos extendido, que los maridos nos esperan.
Las chicas recogieron rápido los restos de la fiesta y cada una tomó su camino.
—No digas que no antes de tiempo —le susurró Doña Carmen a Soledad mientras caminaban hacia la parada—. No he hablado por hablar. El sábado es el cumpleaños de mi marido. He invitado a mi amiga y a su hijo. Y tú ven. Mirad si hay química, quizá funcione. Ya veremos.
Los dos días que faltaban para el sábado, Soledad estuvo dubitativa. Desde el principio le parecía un plan sin sentido. Pero aún así eligió un vestido y se arregló las uñas.
«¿Cuántas veces he prometido ponerme a dieta? En dos días no voy a adelgazar —se reprochó frente al espejo—. ¿Quién me va a querer si ni yo me quiero? Esto es absurdo. No voy a ir», suspiró y se apartó del reflejo.
El sábado por la mañana se lavó el pelo, se rizó las puntas, se maquilló y eligió el vestido. ¿Y el regalo? No podía llegar con las manos vacías a un cumpleaños. Llamó a Doña Carmen, quien le dijo que no se preocupara, que no hacía falta. Pero si su conciencia no se lo permitía, una botella de vino bastaría. ¿Qué más se le regala a un hombre desconocido?
Tenía tiempo, así que fue a la tienda. En el Mercadona de su barrio la selección era poca, así que se fue al supermercado a dos paradas de distancia. Escogió el vino, compró además unos dulces, queso y pan. Por si acaso. Si las cosas salían bien, si él la acompañaba a casa y se quedaba a tomar algo, no podía recibirlo sin nada que ofrecer. Hacía tiempo que no compraba pan ni dulces, como parte de su eterna lucha contra la báscula.
Animada por la esperanza, Soledad se dirigió a la caja. Justo cuando iba a empezar a sacar los productos de la cesta, un hombre se le adelantó, colocando una botella de vino, la misma que ella llevaba.
—Yo llegué primero —protestó Soledad.
—Perdone, por Dios. Voy con prisa. Solo es esto, y usted llevaEl hombre, sorprendido por su tono, le sonrió con complicidad y le dijo: “Disculpe, señorita, pero el destino a veces nos juega estas bromas”, y al salir del supermercado, la lluvia que empezaba a caer los obligó a compartir paraguas, comenzando así una conversación que, meses después, los llevaría al altar, demostrando que los encuentros más inesperados pueden ser los más afortunados.