La jaula dorada, o cómo perdí mi identidad en el matrimonio
Cuando nací, mi madre me llamó Lucía. Creía que este nombre —luminoso y alegre— reflejaría una hija sonriente, feliz y amada. Nadie imaginó que con los años, su sonrisa se volvería escasa y su dicha, mera escenografía para los demás.
Todo comenzó al conocerle a Él. A Javier. Alto, de porte elegante, con voz firme y una mirada que hacía temblar las mariposas del estómago. Era el hombre ideal que siempre soñé: caballeroso, seguro… No supe ver el control férreo tras su galantería. Me enamoré. Ciega, joven, con el corazón ingenuo y los ojos brillantes.
Nos casamos rápido. Pensé: «Si te ama, querrá hacerte su esposa». Grave error. Él ansiaba poseerme, en todos los sentidos. Convertirme en suya. Sumisa. Obediente.
Al principio fue un cuento: cenas en restaurantes de moda, viajes a la Costa del Sol en verano, escapadas a Sierra Nevada en invierno. Regalos caros, fiestas con sus colegas del trabajo. Una vida envidiada en redes sociales. Pero dentro, solo vacío. Entre tanto brillo, me desvanecía.
Él decidía todo. Dónde íbamos, qué cenábamos, cómo ocupábamos el fin de semana. Lo peor: dictaba mi aspecto. «Cariño, ese vestido es demasiado sencillo, no me avergüences». «¿Vaqueros otra vez? Una mujer debe ser femenina». «Pareces camarera, no mi esposa».
Intentaba bromear, negociar. Encontraba un muro helado. No gritaba. No golpeaba. Solo me observaba con decepción. Y yo, avergonzada, intentaba complacerle. Hasta dejar de ser yo.
El golpe llegó al hablar de hijos. Con treinta años, ansiaba ser madre. Su respuesta me paralizó: «¿Para qué? Tú me bastas. No quiero intrusos en nuestra vida».
¿Amor? Me sentía prisionera. Él codiciaba monopolizar cada latido. No deseaba una familia. Quería una esposa decorativa. Útil. Callada.
Ahora, a los treinta y dos, me asfixio. Cada gesto vigilado, cada palabra medida. No puedo desear. No puedo sentir. Solo existir como prolongación suya.
Intenté hablarle: «Necesito hijos. No soy un muñeco en tu vitrina». Me abrazó, dulce. «Exageras, eres mi tesoro. Un hijo te robaría». Su voz, tranquila y fanática, me heló. Creía tener derecho a decidir por ambos.
Ya no insisto. Pero el miedo persiste: ¿seré rehén eterna de este afecto? Anhelo un hogar donde respirar. Donde mi voz importe. Donde sea persona, no adorno.
Escribo esto porque no sé cómo seguir. Quizá aún le quiero. O quizá añoro al hombre que fingió ser. Solo sé que, si continúa así, me desintegraré.
¿Cómo explicarle que el amor no es una jaula, aunque sea dorada? ¿Que el matrimonio no es imposición, sino pacto? ¿Que no debo elegir entre quererle y vivir? Cuando solo escucha su eco…
No quiero marcharme. Pero tampoco puedo seguir enterrada en vida.