Jaula de oro: Cómo perdí mi identidad en el matrimonio

La jaula de oro, o cómo me perdí en el matrimonio

Cuando nací, mi madre me llamó Lucía. Creía que ese nombre, luminoso y alegre, haría que su hija fuese sonriente, feliz y amada. Nadie imaginó que, con los años, las sonrisas se volverían escasas y la felicidad, un decorado para aparentar.

Todo comenzó al conocerle a Él. A Javier. Alto, de porte elegante, con una voz firme y una mirada capaz de helar las mariposas del estómago. Era el hombre ideal que siempre soñé: caballeroso, seguro… No supe ver que tras esa seguridad habitaba un control férreo. Que los gestos galantes escondían una voluntad inflexible. Me enamoré. Por inocencia, por juventud, con el corazón ingenuo y los ojos cegados.

Nos casamos rápido. Pensé que si un hombre te ama, desea hacerte su esposa sin dudar. ¡Qué equivocada estaba! Él sí quería hacerme «suyia»: en todos los sentidos. Suya. Sumisa. Obediente.

Al principio, todo era maravilloso. Cenas en restaurantes, viajes, joyas costosas. Vacaciones en Sierra Nevada en invierno, la Costa del Sol en verano, fiestas con sus amigos. Una vida envidiada, llena de likes en redes. Pero dentro de mí solo había vacío. Entre tanto brillo, me iba desvaneciendo.

Él decidía sin consultarme. Escogía dónde íbamos, qué cenábamos, cómo ocupábamos los fines de semana. Eso habría sido tolerable. Lo peor era que dictaba mi aspecto: vestidos, peinados, hasta el tono de voz.

—Cariño, ese vestido es demasiado sencillo. No me avergüences.
—¿Para qué quieres vaqueros? Una mujer debe ser femenina.
—No trabajas en una fábrica para ir con camisetas.

Intentaba bromear, negociar… Solo topaba con un muro de hielo. No gritaba. No golpeaba. Me miraba como si fuera una decepción. Y me avergonzaba. Quería complacerle. Lo intentaba. Hasta que dejé de ser yo.

Lo más doloroso llegó al hablar de hijos. Con treinta años, anhelaba ser madre. Una necesidad visceral. Él, como siempre, lo sabía… y lo vetó:

—¿Para qué? Tú me bastas. Te amo. No quiero intrusos en nuestra vida.

¿Amor? Yo me sentía prisionera. No deseaba compartir mi afecto: quería monopolizarlo. No me permitía ser madre. Solo esposa. Decorativa. Sumisa.

Cada día me ahogo más. Aunque el confort brille fuera, dentro hay una cárcel. Cada paso vigilado, cada mirada calculada. No puedo desear. No puedo sentir. Solo existir como «suya».

Una vez intenté hablar en serio. Le dije que ansiaba hijos, que me cansaba de ser una muñeca en una casa bonita. Me escuchó en silencio. Luego me abrazó. Dijo que exageraba, que todo iba bien, que yo era «su felicidad, su tesoro». Y que un hijo me robaría.

Su voz no transmitía ira ni dolor, sino convicción fanática. Como si tuviera derecho a decidir por ambos. Como si yo fuese un objeto. Amado, pero un objeto.

Desde entonces, callo. Pero el miedo a ser eterna rehén de este «amor» no cesa. Tengo treinta y dos años. Quiero un hijo. Una familia donde respirar. Donde me escuchen. Donde mi opinión cuente. Donde valga por ser persona, no por ser un adorno.

Escribo esto porque no sé qué hacer. Aún le quiero. O quizá añoro al hombre que fingió ser al principio. O a quien esperé que llegaría a ser. No lo sé. Solo sé que, si continúa así, me romperé. Dejaré de existir como ser.

¿Cómo explicarle que el amor no es una jaula, aunque sea de oro? ¿Que el matrimonio no es imposición, sino complicidad? ¿Que no debo elegir entre quererle y vivir? ¿Cómo hablar si él solo se escucha a sí mismo?

No quiero irme. Pero tampoco puedo seguir así.

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