Jana llegó del hospital de maternidad y encontró un segundo frigorífico en la cocina. —Este es el mío y el de mamá, no pongas aquí tu comida —le dijo su marido.

Jana regresó del hospital de maternidad y, al entrar en la cocina, se encontró con un segundo frigorífico.

Este es mío y de mamá. No pongas aquí tu comida le espetó su marido.

Jana empujó la puerta del piso con el hombro mientras apretaba contra su pecho la mantita que envolvía al pequeño Hugo. El viento de octubre logró colarse bajo su abrigo y ahora solo anhelaba calor, silencio y tranquilidad.

El hospital ya quedaba atrás. Ante ella, su hogar: el piso que heredó de su abuela y que puso a su nombre antes de casarse. Cada rincón le era familiar, cada grieta del techo le recordaba su pasado. Aquí debía sentirse segura.

Óscar entró primero, se quitó los zapatos de una patada y dejó su abrigo tirado en el suelo del recibidor. Jana cruzó el umbral y se detuvo. Algo no iba bien. El aire olía distinto: no a su perfume, no a su crema de manos. Un aroma floral flotaba, mezclado con algo más intenso y desconocido.

Vamos, no te quedes ahí dijo Óscar sin volverse.

Jana se quitó los zapatos y avanzó lentamente por el pasillo. En el salón, la penumbra reinaba. Un cojín bordado con rosas yacía en el sofá. Sobre la mesa del comedor, un jarrón con flores artificiales que, sin duda, no estaba allí una semana antes.

En la cocina, el tintineo de platos la recibió. Junto a la encimera estaba su suegra, Carmen Martínez, con un delantal puesto, removiendo algo en una cazuela. Su pelo estaba impecable, llevaba un collar de perlas y los labios pintados, como si estuviera preparando una cena de gala y no recibiendo a su nuera recién llegada del hospital.

¡Ah, Juanita! ¡Por fin! exclamó Carmen sin apartarse de la cazuela. ¿Me enseñas al pequeño? Venga, tráelo aquí, que lo vea.

Jana dio un paso instintivo, pero su mirada se clavó en algo al fondo: grande, brillante. Junto al viejo frigorífico, que llevaba años allí, había aparecido otro: nuevo, plateado, con pegatinas del fabricante y el plástico aún cubriendo los mangos.

¿Esto de dónde ha salido? preguntó Jana, desconcertada.

Carmen se volvió, se secó las manos en el delantal y sonrió como si acabara de darle una sorpresa.

Lo compramos. Óscar vino conmigo, elegimos uno bueno, espacioso. Ahora por fin habrá orden en la cocina. Hay que alimentarse bien, sobre todo con un bebé en casa. Lo entenderás, ¿verdad?

¿Lo comprasteis? repitió Jana. ¿Con quién?

¡Pues conmigo, claro! Carmen chasqueó la lengua. A partir de ahora, viviré aquí para ayudarte. Creí que Óscar te lo habría dicho.

La sangre abandonó el rostro de Jana. Hugo empezó a gimotear en sus brazos y ella lo apretó con más fuerza.

¿Óscar? llamó Jana, dirigiéndose hacia la puerta.

Su marido entró en ese momento, con dos bolsas de la compra en las manos. Su rostro estaba cansado, su mirada distante.

¿Qué pasa?

Tu madre dice que se va a vivir aquí.

Óscar asintió como si hablaran de algo trivial.

Claro. Necesitas ayuda. Ella ha accedido a venir un tiempo, hasta que te recuperes.

¿Un tiempo? frunció el ceño Jana. ¿Y lo del frigorífico?

Ah, eso. Óscar dejó las bolsas en la mesa y se frotó la nariz. Lo compró mamá para guardar su comida. Tiene una dieta especial, ya sabes.

Una dieta especial repitió Jana lentamente. En mi casa.

Juanita, no empieces. Estoy cansado. Mamá solo quiere ayudar y tú ya estás armando drama.

Carmen abrió con seguridad el frigorífico nuevo y empezó a guardar la compra. Jana observó sus movimientos: yogures, queso fresco, tarros con etiquetas, verduras en tuppers.

Ya ves dijo Carmen al cerrar la puerta. Ahora cada uno tiene lo suyo. Y nadie molesta al otro.

Jana quiso decir algo, pero Hugo lloró fuerte, exigiendo ser alimentado, cambiado y arrullado. El agotamiento le nublaba la mente. No tenía fuerzas para discutir.

Ve, ve a darle de comer le indicó Carmen. Yo pondré aquí orden.

Jana salió de la cocina y entró en el dormitorio. Allí también había cambiado algo: en el tocador había objetos ajenos crema de manos, perfume, un cepillo. En la silla, una bata de baño que no era suya.

Óscar llamó en voz baja, sentándose en la cama.

Él apareció en la puerta.

¿Qué pasa ahora?

¿Por qué hay cosas de tu madre en nuestro dormitorio?

Duerme en el sofá, pero guardó sus cosas aquí para no estorbar en el pasillo. ¿Qué más da?

Da que esta es mi casa.

Óscar suspiró, como si Jana exagerara por nimiedades.

Juanita, déjalo. Mamá vino a ayudar y tú buscas problemas. ¿Prefieres estar sola con el niño?

Jana calló. Hugo mamaba, su naricita respiraba suave, mientras en su cabeza los pensamientos se agitaban. ¿Cómo había pasado esto? Salió de su casa para ir al hospital y regresó ¿a qué? ¿A una residencia donde cada uno tenía su propia nevera y sus normas?

Cuando Hugo se durmió, Jana lo acostó en la cuna junto a la ventana. Era hora de entender qué ocurría. Volvió a la cocina.

Carmen estaba sentada a la mesa, hojeando una revista con un café en la mano.

¿Se ha dormido? Eres muy buena. Hay que acostumbrar a los niños a rutinas desde el principio.

Jana abrió su vieja nevera. Casi vacía: un cartón de leche, un trozo de queso, unos huevos. Lo demás había desaparecido.

Carmen, ¿dónde está la comida? preguntó.

¿Qué comida, cariño?

Lo que había. El pollo, las verduras, los zumos.

Ah, eso. Bebió un sorbo. Lo tiré. No estaba fresca y olía raro. No quería que te intox

Rate article
MagistrUm
Jana llegó del hospital de maternidad y encontró un segundo frigorífico en la cocina. —Este es el mío y el de mamá, no pongas aquí tu comida —le dijo su marido.