Invité a mi exnuera a mudarse conmigo: ahora solo tengo nieto e hija. Mi hijo ya no existe

Hoy me siento con fuerzas para escribir esto. Le sugerí a mi exnuera que se viniera a vivir conmigo. Ahora solo tengo a mi nieto y a ella. Para mí, mi hijo ya no existe.

Crié a mi hijo sola. Su padre nos abandonó cuando Miguel apenas tenía tres años. Dijo que estaba cansado de la rutina, de las responsabilidades, de la familia. Como si yo, una chica tres años menor, supiera más que él qué era la vida adulta. Se fue, cerrando la puerta de golpe, y me quedé sola con un niño, deudas, noches en vela y dos trabajos. Desde entonces, nunca esperé ayuda de nadie.

Amé a mi hijo sin medida. Miguel creció inteligente, bondadoso, cariñoso. Le di todo lo que pude: cuidado, esfuerzo, salud, juventud. Cuando se enamoró de Lucía, él tenía 23, ella 21. Primer amor, ojos brillantes, risa contagiosa. Trabajaba extra, ahorraba para un anillo, le propuso matrimonio él mismo. No dudé: estaba listo para ser marido. Lucía me parecía sensible, callada, pero algo me decía que sería buena esposa. La acepté como hija.

Celebraron una boda sencilla, alquilaron un piso y yo los dejé ir con el corazón tranquilo, que construyeran su felicidad. Un año después nació Lucas, mi nieto, mi orgullo. Un gigantón, 4,3 kilos. Me enamoré de él al instante. Miguel encontró un trabajo mejor, todo parecía ir sobre ruedas… Hasta que vino el rayo en cielo despejado: el divorcio.

Sin gritos, sin dramas, sin explicaciones. Simplemente, Miguel dijo: “Me voy”. Tenía a otra. Una compañera del trabajo que ya esperaba un hijo suyo. Fue una traición. No hallé palabras para justificarlo. Lucía volvió con Lucas a casa de sus padres, y mi hijo se fue a vivir con aquella mujer. Intentó convencerme de que “estas cosas pasan”, que “el amor se acaba”. Pero yo lo vi claro: había seguido los pasos de su padre.

Me invitó a su nueva casa, quería que conociera a su nueva pareja. Me negué. No. Esa no era mi familia. Mi familia era Lucía y Lucas. Seguí yendo a ver a mi exnuera. Nos hicimos cercanas, como madre e hija. Les llevaba la compra, paseaba con mi nieto, ayudaba en lo que podía. Vi lo duro que era para Lucía: un cuarto pequeño, padres quejosos, cansancio eterno. Un día le dije: “Vente a casa conmigo”.

Vivía sola en un piso de tres habitaciones. Hay espacio para todos. Todavía trabajaba, y me faltaba calor humano, compañía. Lucía dudó al principio, pero esa misma noche estaba en mi puerta. Con sus maletas. Con los ojos hinchados de tanto llorar.
—Gracias— me dijo, temblorosa —no sé cómo pagarle esto…

Desde entonces, vivimos las tres juntas. Lucía lleva la casa, yo trabajo, y por las noches jugamos con Lucas, vemos películas, hablamos de recetas y nos reímos. Vuelvo a sentirme necesaria. No tengo que fingir que todo va bien. Somos una familia de verdad.

Miguel se enteró de que Lucía y su hijo vivían conmigo, y vino. Yo estaba trabajando. Lucía abrió la puerta. Él empezó a decir que quería ver a su hijo, que una abuela no debía entrometerse. Pero cuando llegué y lo vi allí, exploté. No me pude contener.

—Traicionaste a tu mujer. Abandonaste a tu hijo. Estás repitiendo la historia de tu padre, ¿y todavía te atreves a hablar de derechos?
Intentó justificarse, que había otro niño, que no le llegaba el dinero. No lo escuché. Le dije:
—Ya no eres mi hijo. Y esta casa no es tuya. Lárgate.

Golpeó la puerta y se fue. Yo la cerré para siempre. Ahora solo tengo a Lucas y a Lucía: mi hija, no de sangre, pero de corazón. Estoy pensando en hacer testamento. Mi casa debe ser para mi nieto. Lucía es joven, merece una vida nueva, y yo haré lo que pueda por ayudarla. Mi hijo eligió su camino. Yo seguiré el mío, al lado de quienes no me fallaron.

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