Los suegros nos invitaron a su casa. Al ver su mesa, me quedé helada hasta el alma.
Tres días preparé aquella visita como si fuera un examen crucial. Crecí en un pueblo cerca de Córdoba, donde la hospitalidad no era costumbre, sino ley sagrada. Mi madre me enseñó: un invitado debe marcharse saciado, aunque para ello hubiera que vender el último gallo. En nuestra cocina siempre abundaban embutidos, tortillas, quesos curados y dulces de almendra. No era comida, sino respeto tejido en sabores.
Nuestra hija, Lucía, se casó hace medio año. Ya habíamos coincidido con los suegros en bares y en la boda, pero nunca en nuestro piso de las afueras de Sevilla. Los nervios me taladraban las manos cuando propuse el domingo para reunirnos. Mi suegra, Elena Martínez, aceptó con elegancia. Me lancé a comprar jamón, frutas de temporada y helado artesanal. Horneé mi tarta de limón con merengue, la que heredé de mi abuela. La hospitalidad corre por mis venas, y esta vez sudé cada detalle.
Ellos eran catedráticos universitarios, de modales pulidos y conversación culta. Temí silencios incómodos, pero la velada fluyó entre risas y anécdotas de la infancia de los novios. Lucía y su marido llegaron a media tarde, avivando el ambiente. Al despedirse, los suegros nos convidaron a su casa la semana siguiente. Sus sonrisas me confirmaron que todo había salido bien.
La invitación me ilusionó como una quinceañera. Compré un vestido azul noche con detalle de encaje en el escote. Volví a hornear la tarta, claro. Los postres comprados carecen de alma. Mi marido, Pedro, refunfuñó al mediodía: «¿Ni un pincho de tortilla antes de salir?». Le corté seca: «Elena insistió en preparar algo especial. Si llegas hambriento, ofenderás. Aguanta». Obedeció, rezongando.
Su ático en el centro de Málaga nos dejó boquiabiertos. Decoración minimalista, muebles de diseño, luces tenues… Elegante, pero frío. Al entrar al salón, la vista de la mesa me paralizó el corazón. Nada. Ni platos, ni aceitunas, ni rastro de guiso. «¿Café o infusión?», preguntó Elena con naturalidad, como si ofreciera un banquete. Solo mi tarta, ahora partida en porciones microscópicas, rompía la desnudez del mármol. Media hora de té amargo y migajas dulces. Ese fue su festín.
Observaba aquel vacío mientras una ira silenciosa me quemaba las entrañas. Pedro, a mi lado, palidecía de hambre. Notaba sus ojos clavados en el reloj, contando los minutos hasta escapar. Sonreí con los labios tiesos y anuncié nuestra partida. Los suegros, imperturbables, prometieron visitarnos pronto. ¡Claro! En nuestra casa hay cazuelas humeantes, no tazas vacías.
En el coche de vuelta, las lágrimas me nublaban la vista. ¿Cómo se recibe así a la familia? Para mí, la mesa es el altar del hogar, el amor convertido en caldo y pan. Para ellos, simple adorno. Pedro seguía mudo, pero adivinaba sus pensamientos: la fabada que esperaba en nuestra nevera, la que le prohibí probar por respeto. Ahora ambos compartíamos el mismo nudo en el estómago: no de hambre, sino de traición. No les dolía el orgullo, mientras nosotros llevábamos heridas de cuchara vacía.