Oye, qué te cuento… Nos invitaron a un cumpleaños de casa y casi nos da un pasmo: la cocina parecía una leonera.
Hace poco, mi mujer y yo recibimos una invitación de mi viejo amigo Javier: él y su esposa se habían mudado a un piso de alquiler nuevo en Valencia y querían celebrarlo. En principio, todo muy bonito, fuimos encantados, con un regalo y buena onda.
Aunque yo me preguntaba… ¿Cómo es que aún no tienen casa propia? Llevan ocho años juntos, sin hijos, los dos trabajan: él es conductor de Uber y ella hace uñas en un salón. ¿En todo este tiempo no podían haber pedido una hipoteca? Bueno, en fin, cada uno tiene sus prioridades.
Llegamos al portal con una botella de cava y una caja bonita—nuestro regalo: un juego de copas de cristal. Nos recibió su mujer, Lucía. Llevaba un vestido de fiesta y unos tacones que se hundían en el linóleo barato, dejando marcas. Era para partirse: vestida como para un restaurante de lujo, pero con paredes descascarilladas y un pasillo cutre de fondo.
Entramos al piso. Lo primero que pillamos fue el descuido general. Los muebles llenos de polvo, arena en el suelo de la entrada, como si su perro, Max, acabara de volver del parque. Pero intenté no mirar mucho—total, no íbamos de inspectores, sino de invitados.
Me dirigí a la cocina para dejar el regalo en la mesa. Y ahí me quedé de piedra. Me paralicé en la puerta, flipando con lo que veía.
La mesa parecía el escenario de un festín postapocalíptico. Montañas de basura mezclada con restos de comida: servilletas grasientas, huesos de pollo, botes de especias, una manzana medio podrida, galletas rotas. En el centro, un bote de yogur con algo verde sospechoso. Seguro llevaba ahí semanas.
Y encima de todo, tazas sucias, una con una bolsita de té seca pegada. Parecía que nadie había entrado en tres días. Y no era solo desorden, era pura dejadez.
Mi mujer, al verlo, suspiró y me dijo bajito: “¿Les ayudamos a limpiar un poco?” Lucía asintió: “Sí, gracias, es que no nos dio tiempo…”
Mi mujer se puso manos a la obra, y al menos la mesa quedó presentable. Pero el mal sabor de boca seguía ahí. Me dio vergüenza ajena—por ellos y por nosotros. No entendía cómo dos adultos, sin niños, trabajando, podían vivir así.
Vale, todos pasamos épocas de locura, días sin ganas de hacer nada. Pero esto era abandono puro, acumulado semanas.
Nos sentamos. De comida: queso ahumado, restos de embutido, patatas fritas. Lo típico comprado de camino a casa. Se me quitó el hambre, y eso que llegué muerto de ganas. Bebimos un poco y pronto nos fuimos, con la excusa de tener cosas que hacer.
De vuelta a casa, mi mujer y yo íbamos callados. Hasta que al rato ella soltó: “Yo no aguantaría ni un día en esa porquería…”
No es mi papel decirle a nadie cómo vivir. Ni juzgar. Pero una cosa tengo clara: hasta el regalo más bonito pierde sentido cuando lo dejas en medio del caos y la dejadez.
¿Tú te habrías quedado en esa “fiesta”?