Invitación de una semana que resultó en cuidar al nieto y limpiar la casa.

Hace tiempo, mi hija me pidió que me quedara una semana en su casa para cuidar de mi nieto, pero pronto descubrí que no solo me necesitaban por el niño, sino también para limpiar toda la casa.

María se sentó en su acogedor piso de Madrid, mirando la maleta que acababa de preparar. Su hija, Lucía, había llamado el día anterior con una petición imposible de rechazar: «Mamá, ¿podrías venir esta semana a estar con Javierito? Carlos y yo tenemos asuntos que resolver». María, que adoraba a su nieto de cinco años, aceptó al instante. Imaginaba jugar con Javier, leerle cuentos y pasear por el parque. Pero al cruzar el umbral de la casa de su hija, comprendió que no le esperaba una semana de alegría, sino una carga de la que nadie le había advertido. El corazón de María se encogió de pena, pero no había vuelta atrás.

Lucía y su marido, Carlos, vivían en un amplio piso en el centro de Madrid. María siempre admiró cómo su hija lograba equilibrar el trabajo, la familia y mantener la casa impecable. Sin embargo, al entrar, se llevó un susto: la cocina estaba llena de platos sucios, el salón plagado de juguetes y el suelo con manchas que nadie se había molestado en limpiar. Lucía, abrazándola, dijo rápido: «Mamá, mañana nos vamos temprano, Javierito se queda contigo. ¿Podrás con él? Ah, y si te sobra tiempo, ¿te importaría ordenar un poco?». María asintió, pero un mal presentimiento se apoderó de ella. Ese «un poco» fue la palabra que subestimó.

Al día siguiente, después de despedir a Lucía y Carlos, María se quedó sola con Javier. Estaba preparada para sus rabietas, sus infinitos «porqués» e incluso para que se negara a comer. Pero no estaba lista para que la casa se convirtiera en su pesadilla. Javier, como cualquier niño de su edad, corría por todas partes, dejando un rastro de caos. María iba detrás, intentando poner algo de orden, pero era como luchar contra molinos de viento. Por la tarde, encontró una lista en la nevera: «Mamá, por favor, lava la ropa, friega el suelo, ordena el armario y haz la compra». María se quedó helada, sintiendo cómo la ira le subía por las sienes. Aquello no era cuidar a su nieto: era un encargo de sirvienta.

Cada día se convirtió en un suplicio. Por la mañana, preparaba el desayuno a Javier, luego lo llevaba al parque para que no se aburriera. Al volver, le daba de comer, fregaba, lavaba, limpiaba. El armario que Lucía le pidió «ordenar» era un caos de ropa arrugada que tuvo que doblar de nuevo. ¿La compra? María arrastraba bolsas pesadas mientras Javier tiraba de su mano pidiendo helado. Por la noche, caía rendida, pero aún leía cuentos a su nieto porque no dormía sin ellos. María lo amaba, pero cada día le costaba más, y el resentimiento crecía. «Vine por Javier, no para ser su criada», pensaba, mirando las nuevas arY al recordarlo ahora, María suspiraba, preguntándose si alguna vez su hija entendería que ser abuela no significaba renunciar a su propio descanso.

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Invitación de una semana que resultó en cuidar al nieto y limpiar la casa.