Inquietud Incesante

La Inquieta

Desde pequeña, Lucía soñaba con ser médica. Vivía con sus padres en un pueblo pequeño y cada día corría tres kilómetros hasta el colegio en el vecino pueblo, donde también estaban el ambulatorio, la oficina de correos y hasta tres tiendas.

El colegio era grande y moderno, y a la niña le encantaba estudiar. Todo se le daba fácil, y estaba a punto de terminar quinto curso.

—Lucía, despierta, ¿qué haces todavía en la cama? —gritó su madre al entrar en casa con un cubo de leche recién ordeñada de la vaca—. Vas a llegar tarde al cole. Te desperté cuando fui al establo.

—Ay, madre, es cierto —saltó Lucía de la cama y, en dos minutos, se lavó, se vistió, agarró la mochila y salió de casa sin desayunar. Su madre, Carmen, apenas tuvo tiempo de envolverle un par de tortitas y dárselas al vuelo.

Correr tres kilómetros hasta el colegio no era ninguna broma. Iba contando los postes del telégrafo, sola, porque los demás niños ya habían salido. Cansada, aminoraba el paso, pero luego volvía a correr.

—Voy a llegar tarde —pensaba, preocupada.

Entró en el colegio justo cuando sonó el timbre, subió corriendo al segundo piso y se metió en clase. Apenas se había sentado cuando entró Doña Rosa, la profesora de Lengua y Literatura.

—Lucía, ¿qué te pasa? Parece que te persigue alguien —preguntó su compañera Marta, sentada a su lado—. ¿Se te ha hecho tarde? Nunca te pasa.

—Sí, me quedé dormida —susurró Lucía, y comenzó la clase.

Ese día todo transcurrió como de costumbre. Al terminar las clases, Lucía volvió al pueblo con sus amigas. Luego los chicos las alcanzaron, empujándose y bromeando, y así, entre risas, llegaron a casa.

Lucía abrió la puerta con la llave que escondían bajo el porche, se descalzó en la entrada y entró corriendo en la sala. A esa hora, nunca había nadie: su padre estaba trabajando y su madre, que era cartera, también. Iba a dirigirse a su habitación cuando, de repente, escuchó una tos violenta proveniente de la habitación pequeña. Se quedó paralizada.

—¿Quién es? —pensó—. ¿Un duende? Mi madre hablaba de ellos, pero yo nunca me lo creí.

Entró en su cuarto y cerró la puerta. Mientras se cambiaba, escuchaba atentamente. Al abrir la puerta para ir a la cocina a comer, volvió a oír la tos. Era claramente un hombre.

—Mi padre está trabajando. ¿Quién puede ser? —Tenía miedo de asomarse, pues la entrada a la habitación estaba cubierta por una cortina y no podía ver desde lejos.

Comió algo a toda prisa y salió de casa, esperando encontrar a su madre repartiendo el correo. Al no verla por la calle, se sentó en un banco. Pasó Miguel, el vecino, que iba a séptimo y a veces iban juntos al colegio.

—Miguel —lo llamó agitando la mano—, ¿puedes venir un momento?

—¿Qué pasa? —preguntó él.

—Hay alguien en mi casa que no para de toser y me da miedo. Mis padres no están.

Miguel aceptó acompañarla. Al entrar, escucharon: silencio. Lucía señaló la cortina, él la apartó con cautela y ambos vieron a un hombre extremadamente delgado, piel y huesos, acostado en la cama.

—Hola, ¿quién es usted? —preguntó Lucía desde detrás de Miguel.

—Hola —respondió el hombre con voz ronca—. Soy Genaro, tu tío.

Lucía no conocía a ningún Genaro. Cerraron la cortina y salieron.

—Bueno, es tu tío. No había por qué asustarse. Me voy, que mi madre me espera —dijo Miguel.

Lucía esperó impaciente a que llegara su madre y le preguntó por el tío.

—Es Genaro, mi hermano pequeño. Pasó mucho tiempo en prisión y ahora ha salido, pero está muy enfermo. Eras muy pequeña cuando lo viste por última vez.

Vino hecho polvo, pero tu padre dijo: «Que se quede aquí, a ver si se recupera. Tal vez con alguna infusión mejore». Pero no sé, tiene mala pinta…

Genaro, el hermano menor de Carmen, había sido un chico revoltoso. Casi con dieciséis años, junto a otros muchachos, entró en una tienda del pueblo donde iban al colegio. No había dinero en la caja, pero se llevaron caramelos, galletas, cigarrillos y vino. Lo escondieron en una caseta abandonada del monte y hasta se emborracharon. Los pillaron rápido, y a Genaro le cayeron tres años. Cumplió la condena en un reformatorio y, al cumplir los dieciocho, lo trasladaron a una prisión de adultos. Allí metió la pata varias veces, y ahora regresaba, con veinticinco años, medio muerto.

Lucía no podía dormir, oyendo toser a su tío. Recordó que en el pueblo vecino vivía la abuela Remedios, conocida como «la herbolera», que curaba todas las enfermedades con plantas.

—Iré a verla después del cole —pensó Lucía—. A lo mejor sabe qué hierbas pueden ayudarle.

Al día siguiente, fue a visitarla.

—Buenas tardes, abuela Remedios. Necesito salvar a mi tío, está muy enfermo.

La anciana la sentó a la mesa, le sirvió té y le ofreció pastas.

—Cuéntame, cariño —dijo, y Lucía lo explicó todo.

Remedios escuchó atentamente, luego se levantó, sacó varios paquetes de hierbas y escribió algo en un papel.

—Toma, niña. Aquí está todo explicado: cómo preparar las infusiones y cómo tomarlas. Los paquetes están etiquetados.

—Gracias, abuela —dijo Lucía—. Haré exactamente lo que dice.

Llegó a casa y, poco después, su madre.

—Mira lo que me ha dado la abuela Remedios. Vamos a curar al tío Genaro con estas hierbas. Hasta me dio un tarrito de miel. Yo misma me encargaré.

Carmen asintió sin decir nada. No creía en esas cosas, pero dejó que su hija lo intentara. Cada mañana, Lucía se levantaba temprano, preparaba las infusiones y las dejaba en una mesita junto a la cama de Genaro, explicándole cuándo tomarlas.

—Eres incansable, Lucilla —decía él, mirándola con cariño. Sabía que solo ella creía de verdad que sobreviviría.

Lucía volvió a visitar a la abuela Remedios para contarle los progresos y recibir consejos.

—Muy bien, hija. Que se levante poco a poco, que se siente, y luego que camine. Tu tío se pondrá bien —aseguró la anciana—. Que ande descalzo por la tierra, que da fuerza.

Y así, día tras día, Lucía se empeñó en curar a su tío. Él, por su parte, empezó a creer en ella. Primero se sentó en la cama, luego colgó los pies, y finalmente se levantó. Las pastillas del médico ayudaban, pero Lucía estaba segura de que sin su ayuda no habría salido adelante.

—Tío Genaro, vamos —le dijo un día al volver del cole—. Salgamos al patio. Es verano, tengo vacaciones. Ahora entrenaremos juntos todas las mañanas.

—Eres tremenda, ¬Lucilla —repetía él, riendo.

Una tarde, estando solo, miró hacia el rincón donde colgaba un crucifijo y, por primera vez en su vida, rezó en silencio:

—Dios mío, perdóname porCon el tiempo, Genaro se recuperó por completo, se casó con Marina, formó una familia y, cada vez que veía a Lucía, le decía con una sonrisa: «Gracias a ti, mi vida volvió a florecer».

Rate article
MagistrUm
Inquietud Incesante