La Inquieta
Desde pequeña, Lucía soñaba con ser médica. Vivía con sus padres en un pueblo pequeño y cada día recorría tres kilómetros hasta el colegio en el vecino pueblo de Valdeolivas. Allí estaba el colegio, el ambulatorio, la oficina de correos y hasta tres tiendas.
El colegio era grande y nuevo, y a Lucía le encantaba estudiar. Todo se le daba fácil. Iba a terminar quinto curso.
—Lucía, ¡levántate! ¿Qué haces ahí tumbada? —gritó su madre al entrar en casa con un cubo lleno de leche recién ordeñada de la vaca—. Vas a llegar tarde al colegio. Ya te desperté cuando fui al establo.
—¡Ay, mamá, es verdad! —saltó Lucía de la cama. En dos minutos se lavó la cara, se vistió, cogió la mochila y salió de casa sin desayunar. Su madre, Carmen, apenas tuvo tiempo de envolverle un par de tortitas y entregárselas al vuelo.
Correr tres kilómetros hasta el colegio no era broma. Lucía corría, contando los postes del telégrafo. Iba sola; los demás niños ya habían salido. A ratos, agotada, caminaba un poco más despacio antes de volver a echar a correr.
—Voy a llegar tarde, seguro —pensaba, preocupada.
Entró en el colegio justo cuando sonó el timbre. Subió corriendo al segundo piso y se coló en clase. Apenas se había sentado cuando entró Doña Rosario, la profesora de lengua y literatura.
—Lucía, parecía que te perseguía el demonio —susurró Irene, su compañera de pupitre—. ¿Se te ha pegado las sábanas? Nunca te pasa esto.
—Sí, me he quedado dormida —contestó en voz baja, y la clase comenzó.
Ese día todo transcurrió como siempre. Terminadas las clases, Lucía regresó al pueblo con sus amigas. Luego se unieron los chicos, empujándose y bromeando, y así llegaron riendo a casa.
Lucía sacó la llave escondida bajo el porche, abrió la puerta, se quitó los zapatos en el recibidor y entró corriendo en la sala. A esa hora nunca había nadie; su padre, Antonio, estaba trabajando, y su madre repartiendo el correo. Iba a dirigirse a su habitación cuando escuchó una tos seca y profunda desde la pequeña habitación de invitados. Se quedó helada.
—¿Quién es? —pensó—. ¿Un duende? Mamá siempre habla de ellos, pero yo nunca he creído en esas tonterías.
Entró en su cuarto y cerró la puerta. Mientras se cambiaba, escuchaba atentamente. Al salir, la tos volvió a sonar. Era claramente un hombre.
—Papá está trabajando. ¿Quién puede ser? —La habitación estaba oculta tras una cortina, y desde lejos no podía ver nada.
Comió algo a toda prisa y salió de casa, esperando encontrar a su madre repartiendo el correo. No la vio por la calle, así que se sentó en un banco. Pasó Miguel, el vecino, que iba a primero de la ESO.
—¡Miguel! —lo llamó—. Ven un momento.
—¿Qué pasa? —preguntó él.
—Hay alguien en mi casa tosiendo. Estoy asustada. Mis padres no están.
—¿Cómo que tosiendo? ¿Quién es?
—No lo sé. Cuando fui al colegio no había nadie, y al volver, eso. Ni siquiera me atrevo a mirar. ¿Vienes conmigo?
—Vale —aceptó Miguel, y entraron juntos.
Escucharon: silencio. Lucía señaló la cortina. Miguel la apartó y miraron. En la cama yacía un hombre demacrado, piel y huesos.
—Hola, ¿quién es usted? —preguntó Lucía desde detrás de Miguel.
—Hola —respondió él con voz ronca—. Soy Germán, tu tío.
Lucía no conocía a ningún Germán. Bajaron la cortina y salieron.
—Bueno, es tu tío. ¿De qué te asustabas? Bueno, me voy, que me espera mi madre.
Lucía aguardó impaciente a que su madre regresara y le preguntó por su tío.
—Es tu tío Germán, mi hermano pequeño. Pasó muchos años en la cárcel y ahora ha salido, pero está muy enfermo. Tú eras muy pequeña cuando lo viste por última vez.
Llegó hecho polvo, y tu padre dijo: “Que se quede con nosotros hasta que se recupere, a ver si las hierbas lo ayudan”. Pero no sé, parece que no tiene remedio.
Germán, el hermano pequeño de Carmen, siempre fue un chico travieso. A los dieciséis años, junto con otros muchachos, entró a robar en una tienda del pueblo. No había dinero en la caja, pero se llevaron caramelos, galletas, cigarrillos y vino. Lo escondieron en una cabaña abandonada en el monte y hasta se emborracharon. Los pillaron rápido, y a Germán le cayeron tres años. Cumplió parte en un reformatorio y luego lo trasladaron a una prisión de adultos. Allí se metió en más líos, y ahora, con veinticinco años, volvía medio muerto.
Lucía no podía dormir, escuchando la tos de su tío. Recordó que en Valdeolivas vivía la abuela Martina, conocida como “la curandera”. Ella trataba todas las enfermedades con hierbas.
—Iré a verla mañana después del colegio —pensó Lucía—. A ver si me da algo para ayudarlo.
Al día siguiente, fue a visitarla.
—Buenas tardes, abuela Martina. Necesito salvar a mi tío, está muy enfermo, puede morirse.
La anciana la invitó a sentarse, le sirvió té y le ofreció unos pastelitos.
—Cuéntame, cariño, ¿qué le pasa? —Y Lucía lo explicó todo.
Martina escuchó, se levantó y sacó varias bolsitas y paquetes de hierbas. Luego escribió unas instrucciones en un papel.
—Toma, cielo. Aquí está todo explicado: cómo preparar las infusiones y cuándo tomarlas. Las bolsitas están etiquetadas.
—Gracias, abuela Martina —agradeció Lucía—. Lo haremos tal cual.
Llegó a casa y poco después su madre.
—Mira, mamá, esto me lo ha dado la abuela Martina. Vamos a curar a tío Germán con hierbas. También me dio un tarrito de miel. Yo misma me encargaré.
Carmen asintió, sin decir nada. No creía en esas cosas. Pero cada mañana, Lucía se levantaba antes, preparaba las infusiones y las dejaba en la mesilla junto a la cama de Germán, diciéndole qué tomar y cuándo.
—Eres incansable, pequeña —decía él, mirándola con cariño. Sabía que solo ella creía que saldría adelante.
Lucía volvió a visitar a la curandera y le contó los progresos.
—Muy bien, hija. Sigue así. Que poco a poco se vaya levantando, que camine. La tierra le dará fuerza.
Y Lucía se propuso sanar a su tío a toda costa. Poco a poco, Germán empezó a sentarse en la cama, luego a colgar las piernas, y finalmente a ponerse de pie. Tomaba pastillas—el médico del pueblo se las recetó—, pero Lucía estaba segura de que sin sus hierbas no habría mejorado.
Carmen cocinaba bien, y Germán empezó a comer con apetito.
—Venga, tío Germán —le dijo Lucía un día al volver del colegio—. Salgamos al patio. Ya es verano y tengo vacaciones. A partir de ahora, haremos ejercicios cada mañana.
—Eres incansable, pequeña —repetía él, sonriendo.
Una tarde, mientras estaba solo, mirAños después, Germán se casó con Marina, formaron una familia feliz, y Lucía, convertida en una brillante médica, visitaba siempre el pueblo con sus padres, orgullosa de ver cómo la vida, con un poco de ayuda, había cambiado para bien.