Inmediatamente después de la boda, mi marido empezó a humillarme, pero no sabía que yo trabajaba bajo cubierta.

Poco después de la boda, mi marido empezó a humillarme, pero no sabía que yo trabajaba bajo cubierto.
“Eres tan hermosa hoy que no puedo creer en mi suerte. Créeme, nunca pensé que el destino me regalaría un encuentro así”.
Arturo pronunció esas palabras nuestra primera noche, sentado a mi lado en el restaurante “El Mirador”. Sus ojos brillaban con sinceridad o con lo que la mayoría llama sinceridad.
Le respondí con una sonrisa, sosteniendo su mirada un instante antes de apartar la vista. Mentón ligeramente levantado, pestañas semicerradas una imagen ensayada frente al espejo hasta la perfección.
Ni demasiado atrevida, ni fría. Un toque de misterio.
Mi jefa, la comisaria Gutiérrez, me entregó su expediente cinco semanas atrás.
“Lucía, solo tú puedes acercarte a él. Llevamos tres años vigilándolo ni una sola pista. Es escurridizo, cauteloso. Y reacciona a un tipo concreto de mujeres”.
“¿A cuál?”, pregunté, hojeando el dossier mientras examinaba las fotos. Un hombre apuesto. Alto, dominante, con una mirada penetrante.
“A las que se dejan controlar. Sin aristas. Las que puede dominar”.
Asentí. Un papel aprendido al dedillo. Preparación. Nueva identidad, documentos, leyenda, vestuario.
Lucía Méndez desapareció, y en su lugar surgió Ana Rojas traductora, anhelando una familia y cansada de la soledad.
Ahora ese hombre estaba frente a mí. Sonreía, hablaba de sus negocios, proyectos inmobiliarios, contratos.
“Sabes, Ana”, dijo, rozando mi mano, “no creo en las casualidades. Nuestro encuentro es obra del destino”.
Sentí la fuerza en sus dedos. La costumbre del poder. La costumbre de poseer. Sonreí como me enseñaron con una ligera vulnerabilidad en la mirada.
“Yo también lo creo, Arturo”.
Los siguientes tres meses pasaron como un torbellino. Flores, restaurantes, escapadas a la costa. Él era generoso, atento, impecable. Yo, deliberadamente discreta, modesta, agradecida por su atención.
Cada noche, informe a la base. Cada mañana, instrucciones. Cada día, nueva información sobre su empresa, sus esquemas, la red de intermediarios que movía documentos falsos y sobornos.
“Serás mi esposa”, declaró al cabo de noventa y dos días. No era una pregunta era una orden.
La boda llegó antes de lo previsto. En una finca rural. Vestido blanco. Champán. Baile.
Mi equipo estaba entre los invitados, camuflado como parientes lejanos. Gutiérrez, una mujer severa con traje azul marino. Mientras bailábamos, susurró:
“Dos meses, tres como mucho. Necesitamos pruebas. Documentos directos de su ordenador. Nombres. Fechas. Reuniones”.
Asentí, sonriendo como si me hubiera hecho un cumplido. Llevaba un anillo en el dedo y una microcámara en el colgante. Tres cámaras ocultas en la casa. Un transmisor en el forro del bolso.
Esa noche, nos dirigimos a su casa una mansión blanca tras una alta verja en una urbanización exclusiva. Me quedé en la terraza, contemplando las estrellas, cuando se acercó y me rodeó con sus brazos. Su aliento olía a whisky.
“Ahora eres mía”, susurró, apretándome las manos con fuerza.
Me giré, fingiendo felicidad. Pero algo en su mirada me heló la espalda. Era la mirada de alguien que acababa de quitarse la máscara.
El juego había comenzado.
A la mañana siguiente, me desperté con las cortinas siendo abiertas de golpe. El sol me cegó, obligándome a entrecerrar los ojos.
“Levántate. Son las nueve. No hay tiempo que perder”.
La voz de Arturo era distinta áspera, cortante. Me incorporé, intentando ordenar mis ideas. Frente a mí había un hombre diferente mirada dura, labios apretados.
“Desayuno en quince minutos. No llegues tarde”.
Salió sin esperar respuesta. La máscara caía más rápido de lo previsto. Gutiérrez lo había advertido: “Esos tipos no aguantan mucho fingiendo. El poder y el control los alimentan”.
Cuando bajé, el servicio ya había puesto la mesa. Arturo tecleaba en su portátil sin mirarme.
“Pensaba ir hoy a una entrevista”, dije, untando mantequilla en el pan. “Para un puesto de traductora”.
“No”, respondió, sin alzar la vista. “Mi esposa no trabajará por migajas”.
“Pero me gusta mi trabajo”.
Su mano golpeó la mesa con fuerza, haciendo temblar las tazas.
“¿No me oíste? He dicho que no”.
Dentro de mí ardía una emoción olvidada la rabia. La verdadera Lucía Méndez, la que una vez le rompió el brazo a un ladrón, la que redujo a un criminal armado con sus propias manos, luchaba por salir.
Pero me contuve. Bajé la mirada. Apreté los puños bajo la mesa hasta que me dolieron.
“Como digas, cariño”.
Las siguientes semanas fueron una batalla silenciosa. Arturo controlaba cada aspecto de mi vida.
Salir de casa solo con su permiso. Llamadas vigiladas. Ropa a su gusto. Cada noche, informe de mis movimientos.
“Llevaste esa blusa ayer”, dijo, frunciendo el ceño. “¿Crees que puedes permitírtelo? ¿Crees que me casé con una descuidada?”.
Me levanté y me cambié en silencio. Cada humillación, cada orden todo grabado y transmitido a la base. Pero necesitaba más. Acceso a su oficina, archivos, caja fuerte tras el cuadro.
Por las noches, mientras dormía, registraba la casa en busca de documentos y contraseñas. De día, interpretaba el papel de esposa sumisa.
Cada arrebato suyo lo hacía más confiado. La impunidad crecía.
“Eres mi propiedad”, dijo, agarrándome el mentón con fuerza. “Recuérdalo. Existes para mi comodidad”.
“Sí, Arturo”, susurré. Pero en mi cabeza resonaba la voz de Gutiérrez: “Una semana más, Lucía. Ya casi lo tenemos”.
Esa misma noche, tuve suerte. Mientras se duchaba, dejó el teléfono sobre la mesa algo que casi nunca hacía. Un error.
Cuatro segundos, y salté la contraseña. Meses observando sus gestos, sus miradas, sus labios.
En seis minutos, devolví el teléfono a su lugar, bajando la vista al oír sus pasos. Todos los datos estaban enviados.
“¿Qué haces ahí?”, gruñó al verme preparar una infusión.
“Perdona”, me mostré sumisa. Pero por dentro celebraba. Aún faltaba acceder a su portátil, pero los datos del móvil eran cruciales.
Arturo bebió el té de un trago. Hizo una mueca.
“Ni esto sabes hacer bien”.
Arrojó la taza al fregadero. Los trozos saltaron, el líquido se esparció.
“Límpialo y vete a dormir”, ordenó. “Das asco”.
Me arrodillé para recoger los pedazos. En el auricular, Gutiérrez susurró:
“Su cómplice ha empezado a hablar. Buena labor, Lucía. Descansa una semana”.
Sonreí, guardando el móvil.
Esa noche, ya en mi piso, me di una ducha caliente, limpiando los restos del personaje.
Fuera, las luces de la ciudad parpadeaban, el tráfico sonaba habitual. Sobre la mesa, una camisa olvidada, café en la cafetera.
Ese día era el final. Arturo había citado a sus socios en una casa rural ib

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Inmediatamente después de la boda, mi marido empezó a humillarme, pero no sabía que yo trabajaba bajo cubierta.