Infancia en el umbral: una historia que lo cambió todo

Era medianoche cuando Isabel aún no podía dormir. Se revolvía en la cama sin descanso, hasta que al fin se levantó para ir a la cocina y calmar su inquietud con un vaso de agua. La casa estaba en silencio, solo se escuchaba el tictac del reloj. De pronto, un golpe fuerte en la puerta rompió la quietud.

Isabel se quedó paralizada. A esas horas nadie solía visitarla. Con el corazón en un puño, se envolvió en su bata y abrió. En el umbral estaba Lucía, la niña de al lado, cargando a su hermanito Manuel, de apenas dos años.

—Buenas noches, tía Isa —murmuró Lucía con voz temblorosa—. Algo le ha pasado a mamá… Está… allí…

Isabel lo entendió al instante —un nudo le apretó el pecho—. Corrió hacia la casa de Carmen, la madre de los niños. La puerta estaba entreabierta. Dentro reinaba un silencio denso. Al entrar en el dormitorio, retrocedió de golpe ante lo que vio.

Carmen ya no estaba…

Isabel permaneció inmóvil, incapaz de creerlo, y luego, con las piernas temblorosas, regresó a su hogar. En la cocina, Lucía se hacía un ovillo mientras Manuel dormitaba a su lado. La niña alzó la mirada y preguntó, con una serenidad escalofriante:

—Mamá ha muerto, ¿verdad?

Isabel no pudo contenerse y rompió a llorar. Abrazó con fuerza a Lucía, y juntas derramaron lágrimas. La pequeña solo susurraba:

—Pobre Manuel. Es tan pequeño. Sin mamá, le será muy difícil…

Todo el pueblo acudió al funeral de Carmen. No tenía familia. Del padre de los niños nadie sabía nada. Después del entierro, Lucía y Manuel fueron llevados a un orfanato.

Pasaron seis meses. Isabel intentó seguir con su vida, pero cada noche la asaltaban los mismos pensamientos. Los visitaba, llevándoles dulces y juguetes. Cada vez que miraba los ojos de Lucía, llenos de añoranza, apenas lograba contener las lágrimas.

Sabía que podía llevárselos. Lo deseaba. Pero el miedo la paralizaba: la responsabilidad, el dinero, su edad. Temía no estar a la altura.

Isabel era una mujer sola. Antes estuvo casada, pero el matrimonio no prosperó. Durante años intentó quedarse embarazada, en vano. Su marido la abandonó cuando comprendieron que no habría hijos. Desde entonces, Isabel se encerró en sí misma. No dejó que nadie se acercara. Los hombres dejaron de existir para ella. Vivía para su trabajo. Todos la veían fuerte e independiente, pero en las noches lloraba en silencio.

Su rutina era tranquila: trabajo, casa, huerto. Su hermana Ana vivía en otra ciudad; se llevaban bien, aunque discutían a menudo. Ana no quería hijos, lo que irritaba a Isabel, quien habría dado cualquier cosa por ser madre.

Un día, mientras hacía cola en la tienda del pueblo, el viejo Gregorio, un respetado anciano, la reconoció.

—¿Y qué, hija? ¿Cómo están los pequeños? ¿Sigues yendo a verlos?

—De vez en cuando… Lo pasan mal allí, don Gregorio, pero poco puedo hacer.

—Pobres criaturas… Aunque tú no eres una extraña para ellos. Al cabo, tienes algo de familia.

—¿Cómo es eso? —preguntó Isabel, sorprendida.

Resultó que la madre de Carmen era prima lejana de la tía de Isabel. No era un parentesco cercano, pero suficiente para solicitar la custodia.

Las dudas se desvanecieron. Isabel comenzó los trámites, que duraron casi un año. Papeles, certificados, inspecciones… Pero no se rindió.

Cuando todo estuvo listo, Lucía y Manuel entraron en su casa —ahora también la de ellos—. La niña se abrazó a ella, y el pequeño no se separaba ni un instante. Isabel, por primera vez en años, dejó de sentirse una mujer sola. Ahora era madre.

Todo cambió desde entonces. La risa y los pasos de los niños llenaron el hogar. Isabel no lloraba más por las noches; preparaba desayunos, revisaba tareas y contaba cuentos antes de dormir. Y, sobre todo, el amor volvió a anidar en su corazón. Un amor que la hacía temblar, que no se apagaba.

A veces creía vislumbrar un futuro donde no solo sería madre, sino también compañera. Donde otro corazón compartiría su calor, y la vida les daría estabilidad.

Pero incluso si eso nunca llegaba, ella ya era feliz. Ya no estaba sola. Porque ahora era mamá. Y eso era lo más importante.

*Hoy aprendí que el amor no espera a que todo sea perfecto. Se abre paso entre los miedos y las dudas, y al final, siempre encuentra su camino.*

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