Infancia al Límite: Una Historia que lo Cambió Todo

Era medianoche cuando Lucía aún no podía conciliar el sueño. Se revolvía en la cama, dándole vueltas a la almohada, hasta que al final optó por ir a la cocina a beber un vaso de agua para calmar los nervios. La casa estaba en silencio, solo el tic-tac del reloj rompía la quietud. De pronto, un golpe seco en la puerta la sobresaltó.

Lucía se quedó helada. A esas horas, nadie solía visitarla. El corazón le dio un vuelvo. Se envolvió en la bata y se acercó a la entrada. En el umbral estaba la vecinita, Candela, con su hermano pequeño en brazos —el diminuto Paco, de apenas dos años.

—Buenas noches, tía Lucía —murmuró la niña con la voz temblorosa—. Creo que a mamá le ha pasado algo… Está… allí…

Lucía lo entendió al instante —algo se le encogió en el pecho. Cruzó la calle corriendo hacia la casa de Marisol, la madre de los pequeños. La puerta estaba entreabierta. Dentro reinaba un silencio espeso. Al entrar en el dormitorio, retrocedió de golpe ante lo que vio.

Marisol ya no estaba…

Lucía se quedó paralizada, incapaz de creerlo, y luego, con las piernas temblorosas, regresó a su casa. En la cocina, Candela estaba encogida como un ovillo, mientras Paco dormitaba a su lado. La niña alzó la mirada y preguntó, con una terrible serenidad de adulto:

—Mamá ha muerto, ¿verdad?

Lucía no pudo contenerse y rompió a llorar. Se acercó y abrazó con fuerza a la pequeña. Lloraron juntas un buen rato. Candela solo musitó:

—Pobre Paco. Es tan chiquito. Sin mamá… le va a costar.

Enterraron a Marisol con todo el pueblo presente. No tenía familia conocida. Del padre de los niños, nadie sabía nada. Después del funeral, a Candela y a Paco se los llevaron a un orfanato.

Pasaron seis meses. Lucía retomó su rutina, pero cada atardecer su mente volvía a aquellos dos. Los visitaba, les llevaba chuches y juguetes. Cada vez que miraba los ojos de Candela, llenos de añoranza, le costaba contener las lágrimas.

Sabía que podía llevárselos. Quería hacerlo. Pero el miedo la paralizaba. La responsabilidad, el dinero, su edad, el terror de no estar a la altura.

Lucía era una mujer sola. Antes estuvo casada, pero el matrimonio no funcionó. Durante años intentó quedarse embarazada —en vano. Su marido se fue cuando quedó claro que no habría hijos. Desde entonces, se cerró en banda. No dejó entrar a nadie más en su vida. Los hombres dejaron de existir para ella. Vivía para el trabajo. Todos la veían fuerte e independiente, pero por las noches lloraba en la almohada.

Su vida transcurría monótona. Trabajo, casa, huerto. Su hermana Elena vivía en otra ciudad. Se llevaban bien, aunque a veces discutían —Elena no quería hijos, y eso irritaba a Lucía, que habría dado cualquier cosa por ser madre.

Un día, entró en la tienda del pueblo. En la cola estaba el abuelo Valentín, un respetado anciano del lugar. La reconoció al instante y se acercó.

—Dime, hija, ¿qué tal los pequeños? ¿Sigues yendo a verlos?

—De vez en cuando… Mal, abuelo Valentín, pero ¿qué le vamos a hacer?

—Pobres criaturas… Pero tú no eres una extraña para ellos. Al fin y al cabo, familia es familia.

—¿Cómo dices? —preguntó Lucía, desconcertada.

Resultó que la madre de Marisol era prima lejana de la tía de Lucía. No era un parentesco cercano, pero suficiente para presentar papeles y solicitar la tutela.

Ya no hubo más dudas. Lucía se puso manos a la obra con los trámites. Casi un año de papeleo, informes, inspecciones… pero no cejó.

Cuando por fin todo estuvo listo, Candela y Paco regresaron a casa —esta vez, a la de Lucía. La niña se aferró a ella, y el pequeño no se separaba ni un segundo. Por primera vez en años, Lucía no se sintió una mujer sola, sino una madre. De verdad.

A partir de entonces, todo cambió. La casa se llenó de risas y carreras infantiles. Lucía ya no lloraba por las noches —ahora preparaba desayunos, revisaba deberes y contaba cuentos antes de dormir. Y, sobre todo, en su corazón volvió a anidar el amor. Un amor que le llenaba los ojos de lágrimas, que la hacía temblar. El que no se apaga.

Y cada vez le parecía más cerca la idea de que, quizá, la felicidad estaba al alcance. Que en algún lugar habría un hombre al que ella podría dar su calor, y él, a cambio, les daría seguridad a los tres.

Pero incluso si no llegaba… ya era feliz. Ya no estaba sola. Era mamá. Y eso era lo más importante.

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