Imperturbable

**Imperturbable**

Tras el divorcio y la repartición del apartamento, Lucía tuvo que mudarse casi a las afueras de la ciudad. Le tocó un piso de dos habitaciones que, al menos a primera vista, no había visto una remodelación en décadas. Pero Lucía era de esas mujeres que no se asustan fácilmente; había aguantado años de matrimonio con un marido tiránico.

Antes de comprar este piso, revisó muchas opciones, pero todas eran demasiado caras. Esta, al menos, le convenía.

—Mi abuela vivía aquí—dijo una joven vendedora—. Mis padres la llevaron con ellos porque está muy enferma, y decidieron vender el piso. La verdad, me queda lejos. Además, mi padre me prometió ayudarme a comprar algo más cerca de ellos.

Lucía la observaba mientras la chica seguía:

—Sé que necesita reformas, pero el precio es negociable.

Así fue como Lucía terminó con un piso que casi le suplicaba a gritos una mano de pintura. Lo único positivo era que su oficina quedaba a solo tres paradas de tranvía. El viaje no le llevaba más de cuarenta minutos.

Marcos, su exmarido, había sido un auténtico tirano. Lo supo demasiado tarde, cinco años después de casarse, cuando ya tenían un hijo. Pensó en divorciarse tras una de sus habituales peleas. Lucía era hogareña, hacendosa; su casa siempre estaba impecable. Pero cuando Marcos llegaba borracho, todo volaba por los aires: platos, jarrones, ropa…

—¿Qué haces ahí sentada? ¡Levántate y ordena!—gritaba él, disfrutando mientras ella recogía los restos de su furia.

Había comprado el piso contiguo para ampliar el suyo. Lucía lo decoró con esmero, mantenía todo limpio y cocinaba con gusto. Pero esos arranques de ira eran insoportables. Por suerte, nunca le había levantado la mano.

Al principio ocurrían de vez en cuando, pero con los años se volvieron más frecuentes. Cuando su hijo se marchó a estudiar a Barcelona, decidió divorciarse. Pasó por mucho, pero al fin estaba sola en su nuevo hogar. Se aseguró de que Marcos no supiera dónde vivía ahora. Con lo que le tocó en el divorcio, compró el piso y aún le sobró para reformas. Se tomó dos semanas libres para dedicarse a ello.

—Puedo hacerlo yo misma. Las tuberías están bien, parece que las cambiaron hace poco. Empapelaré las paredes y pintaré lo necesario. Si algo se complica, buscaré a alguien. Y sí, mejor empezar por el falso techo—dijo, mirando con resignación el desconchado techo.

Encontró a un especialista rápidamente, y en pocos días el techo estuvo listo. Compró papel pintado y cola. Trabajaba con energía, pues lo hacía para sí misma. Su amiga Laura la ayudó a empapelar. Al terminar, ambas contemplaron el resultado.

—Lucía, ¡qué maravilla! Ahora es luminoso y acogedor. Solo falta cambiar el suelo, poner laminado claro. Mi Jorge sabe hacerlo; en casa lo hizo él. Te saldrá más barato. Él mismo lo comprará y traerá.

—Es verdad, Laura. Pero antes de eso, debo pintar los radiadores. No me gustan como están. Los pintaré del mismo tono que las paredes.

—Vale, me voy a casa. Ya hablaremos de celebrar cuando esté todo listo—rió Laura.

Cerca de su casa había una pequeña ferretería. Lucía no solía ir, pero necesitaba pintura y prefirió evitar el viaje al centro comercial. El local estaba a media luz.

—¿Es que ahorran en electricidad?—pensó.

Detrás del mostrador, el tendero revolvía una lata con monotonía.

—Buenos días—saludó Lucía.

El hombre levantó la cabeza, y ella se quedó sin palabras. Era un hombre guapo, de pelo rubio y ojos azules, que le recordaba a algún actor. Incluso con la mala iluminación, lo vio claramente. Recordó sus pensamientos al entrar: se preguntaba qué podría ofrecerle vivir en las afueras. Pero ahí estaba la respuesta…

—Buenos días—respondió él—. ¿En qué puedo ayudarla?

—Necesito pintura… ¿Tiene color marfil?

—¿Qué tipo? ¿Esmalte, al óleo…?

—No estoy segura.

El tendero la guió hacia los estantes, explicando con calma.

—Esta es buena para madera, y esta para tuberías…

—Ah, yo quiero pintar los radiadores—aclaró Lucía.

Él le entregó una lata. Pagó y salió casi corriendo. Mientras subía las escaleras, se maldijo por no haber iniciado una conversación con él.

—Siempre igual. En cuanto alguien me gusta, me pongo nerviosa. ¡Y tenía la excusa perfecta!

Imaginó pedirle ayuda para pintar los radiadores, pero eran solo fantasías. Se puso manos a la obra y, para la noche, ya había terminado.

Durmió en una cama plegable en la cocina, con la ventana abierta.

—Qué tranquilo es aquí por las noches, nada que ver con el centro—pensó antes de dormirse—. Mañana termino de pintar.

Por la mañana, al agarrar el pincel, vio que se había secado.

—Tendré que volver a la ferretería—pensó, casi contenta de ver al tendero otra vez.

Y allí estaba él.

—¿En qué puedo ayudarla?—preguntó con educación.

—No me reconoce—pensó Lucía, y de pronto dijo—: ¿Por qué está tan oscuro aquí? Cuesta ver los productos.

—Pregúnteme, yo se lo explico todo—respondió él, imperturbable.

—Se me secó el pincel.

—Compre aguarrás—contestó con la misma serenidad.

Lucía pagó y salió con el ánimo bajo. Su cortesía era fría, pero no se desanimó.

—No me conoces, pero me gustas—pensó.

Estaba segura de que volvería a ese local más veces, y encontraría la manera de romper el hielo. No se le ocurrió pensar que él pudiera estar casado. Aunque rondaba los cuarenta, como ella, algo le decía que estaba libre.

Al tercer día, regresó.

—Buenos días—saludó, sonriendo—. Ya soy casi una clienta habitual—bromeó.

—¿En qué puedo ayudarla?—respondió él, sin inmutarse.

—Dos bombillas de cien vatios—dijo, pero su entusiasmo se esfumó cuando él solo le dio el precio.

Pagó y se fue.

—¿En serio no me reconoce? Ensayé cómo hablarle, y él sigue siendo un bloque de hielo.

Al cuarto día, entró decidida.

—¡Hola, soy yo de nuevo! ¿Me recuerda?—sin dejar que contestara, siguió—: Voy a venir mucho, estoy reformando el piso sola. ¿Por qué no nos presentamos? Yo soy Lucía.

—Alberto—respondió él con la misma tranquilidad—. ¿Qué necesita?

—Un espátula.

Le mostró varias opciones, explicando cuál era mejor para cada trabajo. Ella pagó y se fue.

—Quizá no soy su tipo—reflexionó, aunque sabía que era atractiva—. Soy una buena ama de casa, hago croquetas como nadie y hasta tengo un título universitario. Pero algo me dice que Alberto es el hombre para mí.

Al día siguiente, regresó.

—Hola, Alberto.

—Hola—respondió él, sin emoción.

—Necesito un rodillo—dijo, lo tomó y salió rápidamente.

—Que se vaya a paseo—pensó, herida—. No volveré.

La segunda semana de vacaciones casi había terminado. El piso estaba casi listo. Quedó con Laura para celebrar en un café.

—Nos vemos cuando vuelva al trabajo. Podemos ir a mi casa o a algún sitioPero al salir del café, lo vio esperándola en la esquina con un ramo de flores y una sonrisa tímida, y supo que, después de todo, la paciencia había valido la pena.

Rate article
MagistrUm
Imperturbable