Huellas de tinta en cartas viejas
La carta llegó en un sobre gris, corriente, sin remite. La letra era ajena, torpe, inclinada, como si quien la escribió llevara años sin agarrar un bolígrafo. Pero en esos trazos desiguales había algo extrañamente familiar, como si cada letra la conociera de nombre. El matasellos marcaba una fecha: tres semanas atrás. Rocío lo supo al instante: de quién era. El corazón se le encogió y empezó a latir desordenado, como si llevara años de retraso, toda una vida.
No veía a Javier desde hacía dieciséis años. Desde aquel otoño maldito en el que él simplemente cerró la puerta y se marchó, sin llevarse la chaqueta, ni el cepillo de dientes, ni siquiera la foto de la playa donde los dos habían sido felices. Lo dejó todo: la taza de café a medio tomar, la maquinilla de afeitar en el lavabo y el silencio, lo peor de todo. Ese silencio resonaba en las paredes del piso, se colaba en los cojines, en las cortinas, entre los días. El mutismo fue su última palabra, y fue lo que más le dolió.
La carta estuvo sobre la mesa de la cocina casi una hora. Rocío daba vueltas, fingía estar ocupada: lavaba un vaso, limpiaba la encimera, levantaba el periódico sin leerlo. Pero al final, cogió un cuchillo de pan y abrió el sobre con cuidado. El papel era grueso, un poco rugoso, con manchas de tinta, como si la mano le hubiera temblado, o como si lo hubiera escrito deprisa, sobre las rodillas. Pasó los dedos por las líneas, como si quisiera sentir no las letras, sino el aliento de quien las escribió.
«Rocío. No sé cómo estás. Ni siquiera si estás. Esta carta no es un intento de volver atrás. Sé que no se puede. Y supongo que tú tampoco quieres. Solo quería decirte que te recordaba. No siempre, pero más de lo que jamás admití. Tonto, ¿verdad?».
Rocío leyó las palabras en voz baja, casi sin mover los labios. La habitación enmudeció. Hasta el viejo reloj de pared pareció dejar de tictaquear. El aire se volvió espeso, como antes de una tormenta. Como si el tiempo mismo contuviera la respiración.
Se sentó. Olía a lasaña del día anterior, a cebolla un poco quemada. Le vinieron imágenes a la mente: él riendo, cogiendo manzanas del árbol en el patio, el día que le trajo una vieja máquina de escribir: «Escribe, tus palabras merecen sonar». Entonces se enfadó, no tenía tiempo para cartas. Y ahora solo le quedaban esas cartas.
La carta era breve. Debajo, una dirección. Un pueblo pequeño cerca de Toledo. Él estaba allí. O quería que ella creyera que estaba. Aquella dirección no era un destino, era una confesión: «Todavía pienso en ti».
A la mañana siguiente, se subió a un autobús interurbano.
No porque le echara de menos. No porque lo hubiera perdonado. Sino porque no podía dejar esa carta sobre la mesa, como una herida sin vendar. Porque era más fácil llegar a un lugar que pasar la vida sin atreverse a cruzar la puerta. Porque a veces es más fácil arriesgarse que pasarse la vida imaginando «qué habría pasado si…».
El autobús traqueteaba por los baches, tras la ventana desfilaban pueblos nevados, verjas grises, casas desvencijadas. En cada curva, le parecía ver una silueta conocida. No escuchaba música, no abría un libro, solo miraba hacia adelante, como si esperara que tras la próxima colina estuviera la respuesta.
La casa era vieja, de madera. La verja chirriaba como en las películas. La placa del número casi no se veía. Se quedó junto a la puerta un minuto, quizá dos. Respiró hondo. Y luego empujó.
Él abrió. Encorbado, con un bastón. El pelo canoso, la mirada cansada pero cálida. Y en esa mirada estaba todo: la nostalgia, la culpa, el silencio de dieciséis años.
—¿Rocío?
Ella asintió.
—Pasa.
No se abrazaron. No lloraron. No se echaron nada en cara. Simplemente se sentaron a la mesa. La tetera hervía en la cocina de gas. Olía a menta y a papel viejo.
Callaron durante un buen rato. Pero ese silencio no pesaba. Era como un puente. De ella a él.
—¿Pensabas que no vendría? —preguntó al fin.
Él tardó en responder. Se encogió de hombros.
—Pensé que te olvidarías. O que aprenderías a vivir sin mí. Tú siempre fuiste más fuerte.
—He cambiado —dijo ella—. No soy más fuerte. Solo más callada.
Entonces miró sus manos. Sobre la mesa, junto a la taza, había un trozo de papel con una mancha de tinta. Igual que en la carta.
—No le escribiste a nadie más, ¿verdad?
Él negó lentamente con la cabeza.
—Solo a ti. Aunque no las enviara. Todo era para ti.
—No te he perdonado —dijo ella—. Pero he venido. Quizá eso baste.
Él asintió. Y luego, como por costumbre, sacó la vieja máquina de escribir. La misma. Ella la reconoció al instante: el arañazo en el lateral, la tecla «A» descascarillada.
—Todavía funciona —dijo él—. A veces escribo. Cartas que no mando. Como hablar, pero sin respuestas.
Rocío miró por la ventana. Fuera nevaba despacio. Suave, silencioso. Blanco. Como un folio en blanco.
—Entonces, quizá… ¿hoy escribimos algo juntos?
Él la miró. Sus ojos brillaron un poco. No respondió. Solo esbozó una sonrisa.
Y la verdad, eso bastó.