Érase una vez, en otros tiempos…
Hace muchos, muchos años, la vida era completamente distinta, especialmente en los pueblos. Allí regían sus propias normas, costumbres, supersticiones y maneras de ser. Los padres decidían el destino de sus hijos: a quién se desposaba una hija o con quién se casaba un hijo, sin importar si había amor entre los jóvenes. Así vivieron sus padres, sus abuelos y bisabuelos.
Serafina creció en una familia de cuatro hermanos, siendo la menor. A sus diecisiete años, ya sabía hacer de todo en casa. Fue entonces cuando se enamoró de Próspero, un muchacho que vivía al otro extremo del pueblo pero que siempre rondaba cerca de su casa. Se miraban a escondidas, y en esos ojos brillantes había más palabras que en cualquier confesión.
La orden del padre
—Serafina, dime, ¿qué hace ese Próspero merodeando por aquí si vive al otro lado del pueblo? —preguntó con severidad su padre, Sebastián, aunque ella intentara disimular. Nada se le escapaba a él.
—No lo sé, padre —murmuró ella, bajando la mirada mientras el corazón le latía con fuerza.
—¿Que no lo sabes? ¿Es que quieres casarte? Pues ya te buscaré yo un marido, y no será ese holgazán de Próspero. Vive con su madre en una casa medio derruida. Tú mereces algo mejor —sentenció el padre con firmeza.
Sebastián decidió que Serafina debía casarse pronto, antes de que la situación se le escapara de las manos y terminara emparentado con Próspero, al que no soportaba sin razón aparente.
—María, ¿tienes ajuar preparado para Serafina? —preguntó a su mujer.
Ella lo miró con temor.
—Sebastián, ¿por qué lo preguntas? Bueno, algo hay, pero la chica es aún joven. ¿Es que piensas casarla? Es nuestra pequeña… —protestó María, sabiendo el carácter de su marido: si tomaba una decisión, nadie lo haría cambiar de opinión.
A María también la casaron sin preguntarle, y así llevaba toda la vida. No amaba a su marido, le temía. Era duro y cruel. Por eso jamás se atrevía a llevarle la contraria.
—No es joven. Pronto cumplirá diecisiete, justo la edad para casarse antes de que se malacostumbre. Y ese Próspero que viene rondando… no será mi yerno.
María se asustó aún más, pues Serafina, a escondidas, le había confesado que le gustaba Próspero, con sus rizos rebeldes, y que él también la miraba con cariño.
—Mamá, no puedo evitarlo. Cada vez que lo veo, el corazón se me acelera. Quisiera hablar con él, pero tengo miedo. ¿Y si padre se entera?
—Ay, hija, no se te ocurra. Ya conoces a tu padre. Él no quiere a Próspero cerca.
Un matrimonio sin amor
Apenas Serafina cumplió diecisiete años, llegaron los mensajeros de Isidro, cuyos padres vivían a dos casas de distancia. Eran una familia acomodada: tenían vaca y caballo, y tres hijos. Isidro, el menor, aún no estaba casado, así que necesitaban una esposa para él.
A Serafina nunca le había gustado Isidro. Pelirrojo y pecoso, desaliñado, pero siempre que pasaba por su casa se detenía a mirar hacia el patio, esperando ver a la esbelta y bonita joven. Ella, sin embargo, se escondía. Era tres años mayor que ella, y desde niños, cuando jugaban en la calle o iban al río, ella lo evitaba. Siempre decía que no soportaba a los pelirrojos. Aunque una vez, cuando tenía siete años, él la salvó de ahogarse en el río, donde la corriente la había arrastrado.
—No le digas ni a mi padre ni a mi madre que me salvaste, o no me dejarán salir nunca más —suplicó Serafina, castañeando los dientes por el frío.
—No diré nada, vete a casa —respondió Isidro, empujándola suavemente.
Y nunca lo contó. Sus padres jamás supieron que su hija estuvo a punto de ahogarse.
La víspera, Sebastián se topó con Próspero cerca de su casa y le advirtió:
—No vuelvas por aquí. Jamás serás mi yerno. Mañana llegarán los mensajeros, y Serafina se casará. No quiero verte nunca más.
Próspero lo miró con miedo, preguntándose si hablaba en serio. Pero al ver la determinación en los ojos del padre, no dijo nada y se marchó. Estaba destrozado. Si el padre de Serafina lo había decidido, no había nada que hacer. ¡Y cómo la quería! Cómo ardían sus mejillas cuando lo miraba, incluso desde lejos. Pero así eran las cosas en el pueblo. En aquellos tiempos, no se podía estar con la chica que uno amaba. Había que enviar mensajeros y, con suerte, casarse. Pocos se unían por amor. Todo lo decidían los padres.
Esa noche, mientras Serafina terminaba su té, Sebastián la miró con severidad. Ella se encogió, sabiendo que nada bueno se avecinaba. Su padre dejó la cuchara sobre la mesa y dijo:
—María, Serafina, prepárense. Mañana llegarán los mensajeros. Ya es hora de que te cases. Y que todo sea como debe ser: vestido nuevo, cintas en el pelo… ¿Entendido? —La miró de nuevo.
—Sí, padre —respondió ella en un susurro—. ¿Y quién es el novio? ¿Con quién me casarás?
—Con Isidro. Es trabajador, su casa está impecable, tienen vaca y caballo. No pasarás hambre. Además, sus padres son tranquilos, te llevarás bien con tu suegra. Y qué importa que sea pelirrojo, lo que cuenta es que es buen trabajador, y eso es lo que necesitas en un marido. Prepárate.
—Padre, no me gusta… no me gustan los pelirrojos —intentó protestar, pero él la fulminó con la mirada.
—¡Calla! ¿Quién te ha preguntado a ti?
Toda la noche lloró Serafina. No quería casarse con Isidro, pero desobedecer a su padre era imposible. Debía resignarse. Su madre trató de consolarla.
—Hija, la voluntad de Dios y la de tu padre se cumplirán. Resígnate.
—Madre, no soporto a Isidro. ¿Cómo voy a vivir con un marido al que no quiero?
—Así se vive, hija. Yo lo he hecho toda mi vida…
Así fue su destino
Al día siguiente llegaron los mensajeros, alegres y bulliciosos. Isidro brillaba como una moneda recién acuñada, vestido con pantalones y camisa nuevos, el pelo peinado y corto. Hasta parecía guapo. Serafina salió tras la cortina con su vestido nuevo y sus trenzas rubias adornadas con lazos rojos. Bajó la cabeza, pero Isidro, al verla tan cerca, se ruborizó. Ella le robaba el aliento.
—Tenemos mercader, ustedes tienen mercancía —anunció la mensajera con solemnidad.
Sebastián notó el nerviosismo de Isidro y, satisfecho, resopló:
—Aquí está nuestra mercancía.
Todos miraron a Serafina, que se ruborizó aún más.
La comprometieron, hubo una boda sencilla, y Serafina se marchó a casa de Isidro. Sus suegros la trataron con cariño. Hacía tiempo que la habían elegido para su hijo, aunque ninguno de los dos lo sabía.
Nadie preguntó ni supo lo que sentía Serafina. En su corazón había oscuridad. Amaba a otro, pero debía vivir con Isidro. Rogaba a Dios:
—Señor, ayúd