— ¡Hoy me has dicho que te casaste conmigo porque soy ‘cómoda’! — ¿Y qué? — se encogió de hombros. — ¿Acaso es algo malo?

Hoy has dicho que te casaste conmigo porque soy «cómoda» ¿Y qué? se encogió de hombros. ¿Acaso es malo?

¿Otra vez con ese viejo albornoz? Maximiliano lanzó una mirada de desprecio hacia Sofía, abrochándose el puño de la camisa como si se armara para una batalla.

Ella se quedó inmóvil, con la taza de café entre las manos. El vapor ascendía en finos hilos, quemándole los dedos, pero no los apartó.

Es cómodo.

Sí, cómodo resopló él, ajustándose la corbata frente al espejo. Como todo en ti.

Sofía bajó la mirada. El café ya no humeaba. La superficie negra reflejaba el techo, como un espejo roto.

Maxi, tú

¿Qué? sacó las llaves, el metal tintineó contra el aro de su alianza.

Nada.

La puerta se cerró con tal fuerza que temblaron las estanterías con porcelana.

***

Se conocieron en el trabajo. Ella, una contable callada que escondía el pelo en un moño descuidado; él, un gerente arrogante cuya risa resonaba en los pasillos. Maximiliano cortejó con rosas con gotas de rocío, cenas a la luz de velas donde pedía para ella un filete al punto, sin preguntarle qué le gustaba.

No eres de esas que se quejan por tonterías, ¿verdad? preguntó en la tercera cita, colocando la servilleta sobre su regazo.

No sonrió Sofía, ignorando las alarmas.

Bien. Mi ex siempre armaba escándalos

No le dio importancia. Luego, boda, hijos, casa. Todo como debe ser.

Solo que, cuando se probaba un vestido sin mangas, él decía:

Ponte algo más sencillo. Eso no es tu estilo.

O cuando se pintaba los labios:

¿Para qué? Si solo estás en casa.

Y una vez, al comprarse un perfume floral, frunció el ceño:

Huele a tienda barata. ¿Quieres parecerte a la tía Luisa de contabilidad?

Y dejó de usarlo.

En su cumpleaños, le regaló una aspiradora.

La vieja chirriaba explicó, viéndola desenvolver el paquete. Y siempre suspiras al limpiar.

Ella dio las gracias. Luego miró por la ventana, pensativa, hasta que los hijos la llamaron para cortar el pastel.

Pero callaba. Porque, al fin y al cabo, era un buen hombre. No bebía, no pegaba, traía dinero a casa.

¿No era suficiente?

***

¿Nunca me has amado?

La misma noche. La misma conversación. Maximiliano desvió la mirada, como si revisara que la ventana estuviera cerrada.

Claro que eres la esposa perfecta.

Eso no es una respuesta.

Suspiró, como si le explicara algo obvio.

Sofía, ¿por qué complicas las cosas? Todo está bien.

¿Bien? su voz tembló, no de lágrimas, sino de rabia acumulada. ¡Hoy dijiste que te casaste conmigo porque soy «cómoda»!

¿Y? se encogió de hombros. ¿Es malo?

Lo miró como si lo viera por primera vez: ese bronceado en el cuello, del tenis con sus colegas, no con ella. Esa arruga entre cejas, no por preocupación, sino por fastidio al tener que justificarse.

¿Y Catalina?

Su rostro se crispó, como si tiraran de un hilo invisible.

¿Qué tiene que ver ella?

La amaste.

Sí admitió abruptamente, y en esa palabra hubo más emoción que en todos sus años juntos. Pero con ella no se podía tener una familia normal.

Sintió algo romperse dentro, como un tacón que se quiebra: puedes seguir, pero no igual.

O sea soy la sustituta obediente.

No exageres agregó, como ahuyentando un mosquito. Tenemos hijos. Una casa. ¿Qué más quieres?

***

Dudó.

¿Tal vez tenía razón? ¿El amor es un lujo y la familia lo primero? Sofía se paró frente a la ventana, viendo las primeras gotas de lluvia deslizarse por el cristal. En el reflejo, las huellas de sus dedos: había estado allí tantas veces, esperando que el mundo le diera una respuesta.

Y Maximiliano siguió como si nada hubiera cambiado.

Una semana después, al ver que ella aguantaba, dejó de fingir.

¿Otra vez macarrones? revolvió el plato como si examinara pruebas. ¿Ni siquiera le pusiste especias?

Tú dijiste que no te gustaba lo picante respondió, pero su voz sonó ajena.

¿Y qué? empujó el plato con desdén. Catalina siempre cocinaba

Ella se levantó bruscamente. La silla chirrió, dejando otra marca en ese hogar lleno de grietas invisibles.

¿Quieres volver con Catalina? ¡Vete!

Déjalo ya se rió, y esa risa cortó más que un grito. ¿A dónde iría? Sabes que contigo soy feliz.

Entonces lo entendió.

Ni siquiera intentaba retenerla. No por seguridad en su amor, sino en su sumisión.

Lo notó en todo.

En cómo ya no la corregía al vestirse: pasaba de largo, sin mirar. En cómo evitaba su mirada, como si fuera un mueble más. En sus días «tranquilos», sin peleas, sin nada.

Y lo peor era que esa «nada» sonaba más fuerte que cualquier grito.

Apretó el borde de la mesa y comprendió: ni siquiera estaba enfadado. Solo esperaba que cediera, como con la aspiradora, como con el perfume, como con todo.

Y entonces, algo dentro se liberó.

No era dolor ni ira. Era alivio.

Porque si ya ni siquiera se molestan en enfadarse es que ya no existes.

***

Un mes después, pidió el divorcio.

Maximiliano no lo creyó. Entró en la cocina, donde Sofía guardaba las cosas de los niños en cajas, y se detuvo, como si fuera una extraña.

¿En serio? su voz, por primera vez en años, vaciló.

Ella no levantó la vista, doblando cuidadosamente las pequeñas prendas.

Sí.

¿Por una tontería? dio un paso adelante, y ella tensó los hombros.

No es una tontería dijo en voz baja. No soy un mueble.

Él soltó una risa nerviosa.

¡Siempre exageras!

Sofía lo miró. Su rostro era familiar, pero ahora lo veía distinto: labios apretados, ceño fruncido. No por perderla, sino porque su mundo cómodo se resquebrajaba.

No exagero dijo. Solo estoy cansada de ser cómoda.

Él guardó silencio, luego cogió las llaves.

¡Como quieras! ¿Crees que me costará? miró las cajas. Ni siquiera sabes cocinar bien.

Ella sintió el viejo dolor. Antes, esas palabras la hacían dudar. Ahora, eran huecas.

Quizá asintió. Pero alguien piensa distinto.

Su rostro se torció.

¡Ajá! ¿Ya tienes a otro? sonrió con desdén. Mírate, ¿quién te va a querer?

Sintió el puñal familiar. Casi abrió la boca para disculparse, como siempre.

Pero ya no quiso.

Yo dijo con firmeza. Me quiero a mí.

Él se quedó paralizado. No esperaba eso.

Estás loca sis

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— ¡Hoy me has dicho que te casaste conmigo porque soy ‘cómoda’! — ¿Y qué? — se encogió de hombros. — ¿Acaso es algo malo?