Hoy descubrí su existencia: no puedo entregarla a un hogar, es mi hija

**Diario de una transformación inesperada**

No sabía de su existencia hasta hoy. No podía mandarla a un orfanato. Es mi hija, dijo él.

Carmen cocinaba la cena tarareando. Por fin daría la buena noticia a Adrián. Llevaban diez años juntos. Al principio no se apresuraron por tener hijos, estaban bien así. Ella quería trabajar, ganar experiencia.

Ansiaba un puesto en una empresa prestigiosa y prometió que, por el momento, no planeaba ser madre. El trabajo era bueno, con proyección. Carmen se esforzó, ascendió. El sueldo era decente, la baja por maternidad sería buena. Ahora sí, podían pensar en un bebé. Pero no lo lograban. Se hizo estudios, todo estaba bien, y Adrián también.

—Tengan paciencia— dijo la doctora—. Esto pasa. Han invertido mucho esfuerzo y nervios en sus carreras. Relájense, no lo conviertan en una obsesión. Disfruten la vida, descansen. Todo saldrá bien—. Le recetó vitaminas y le sonrió.

Por fin, quedó embarazada. No lo creyó al principio, pensó que era un error. Compró dos pruebas más, pero las rayas no mentían. Esperó una semana más, incapaz de aguantar, fue al hospital. ¡Tendrían un hijo! Esa noche le daría la noticia. Celebrarían.

Mientras freía la carne, Carmen se palpaba el vientre. Sabía que era pronto, que no podía sentir nada aún, pero le parecía percibir el latir de esa nueva vida. Se miraba al espejo, levantándose la blusa, pero su abdomen seguía plano.

Apagó el fuego, el agua del hervidor se enfriaba, y Adrián no llegaba. No contestaba el teléfono. Al fin, la cerradura giró. Por los pasos, supo que no estaba solo. Se aguó la ilusión; el anuncio tendría que esperar. Ese secreto solo les pertenecía a ellos dos.

Carmen salió al recibidor y quedó paralizada: una niña de unos diez años, mirada desafiante y recelosa, estaba allí. Adrián, detrás de ella, evitaba su mirada.

—Perdón por la demora, pasé a buscar a Lucía—. Adrián posó los ojos en la nuca de la pequeña.

—¿Quién es? ¿Por qué la traes aquí? ¿Por qué no me avisaste?— Las palabras brotaron sin control.

—Vamos al salón. Te lo explicaré—. Él empujó suavemente a la niña hacia adelante.

Carmen permaneció inmóvil, observando sus espaldas. Al entrar, ya estaban sentados en el sofá. Ella eligió una silla para verles las caras. Lucía la miró con indiferencia y luego volvió la cabeza hacia la ventana.

—Es Lucía. Mi hija—, dijo Adrián.

La vergüenza y la culpa se mezclaban en su rostro, pero también determinación.

—¿Tu hija? No entiendo nada.

—Ni yo lo sabía hasta hoy. Su abuela me llamó. Está grave, necesita internarse—, explicó él.

—¿Y por qué crees que es tuya?— Carmen frunció el ceño.

Adrián vaciló un instante.

—Todo coincide. Podemos hacer una prueba, pero estoy seguro. En cualquier caso, se quedará con nosotros mientras su abuela esté hospitalizada. No tiene más familia. Su madre murió en un accidente hace seis meses. Cenemos y luego hablamos—. Miró a la niña, ajena a la conversación.

Carmen se levantó y fue a la cocina. Todo en ella se rebelaba. Pero no podía echar a una niña a la calle. *”Serán solo unos días. Esto es un sueño, no puede ser real”*.

Adrián y Lucía entraron. Carmen sirvió la comida sin probar bocado. La niña apartaba la carne, comiendo solo patatas.

—¿No te gusta la carne?— preguntó Adrián. Ella asintió—. ¿Qué te gusta?

—Macarrones con salchichas—, murmuró sin levantar la vista.

—Pues lo siento. Tu padre no avisó que vendrías—. Carmen soltó el comentario con hostilidad, descargando su rabia.

Adrián la reprendió. Ella dejó la tetera y salió. Oía sus voces, cómo Adrián lavaba los platos por primera vez en años. Al entrar a la habitación, él intentó abrazarla, pero ella lo rechazó.

—Lucía debe acostarse— dijo él.

—Prepara el sofá—. Sacó las sábanas del armario.

La niña, apoyada en la pared, los observaba con recelo. Cuando se durmió, hablaron en la cocina. Él le contó su relación pasada con la madre de Lucía.

—Terminó antes de conocerte. No la vi más hasta hoy.

—¿Por qué no me llamaste? ¿Por qué decidiste solo traerla? ¿Mi opinión no importa? *”Pronto tendremos nuestro bebé”*, quiso decir, pero se mordió la lengua.

—Carmen, estaba en shock. No podía dejarla. Su abuela está muy enferma. ¿Qué debía hacer? ¿Meterla en un orfanato? Es mi hija.

—No lo sabes con certeza—, casi gritó ella.

—Haré la prueba. Mientras tanto, se queda—. Su tono era firme.

*”Es su decisión. Si no te gusta, resuélvelo tú”*, leyó Carmen en su mirada. Tal vez él ya no quería al hijo que crecía en ella.

Esa noche le dio la espalda. ¿Qué clase de relación podían tener ahora, con esa intrusa durmiendo en la habitación de al lado? Quería llorar. Sabía que su vida había cambiado para siempre.

La tensión crecía. Lucía y Carmen se evitaban, apenas hablaban. Las semanas pasaron entre silencios y miradas frías. Hasta que un día, en el parque, Lucía desapareció.

—¿Cómo pudiste perderla? —gritó Adrián al llegar.

—¡No es mi obligación cuidar a tu hija! —replicó ella.

Una vecina apareció con la niña de la mano.

—La vi correr, seguí a una mujer que se le parecía a su mamá— explicó Lucía, con lágrimas.

De pronto, a Carmen le atravesó un dolor agudo en el vientre. Subían las escaleras cuando se dobló, gimiendo.

—Llama a una ambulancia—.

En el hospital, la verdad salió a la luz.

—Hay riesgo de aborto— advirtió el médico.

—¿Aborto? ¿Estás embarazada? ¿Por qué no me lo dijiste? —preguntó Adrián.

Demasiado tarde. Perdieron al bebé.

—Es por ella —lloró Carmen en la cama del hospital—. Si no fuera por Lucía, nuestro hijo estaría vivo.

La convivencia se volvió insoportable. Lucía la provocaba, derramando cosas, empujándola cuando Adrián estaba cerca. Carmen reprimía el impulso de gritarle. Se sentía desplazada.

Hasta que la abuela de Lucía se recuperó y la pidió de vuelta.

Por fin, paz. Esa noche, Carmen cocinó, bebieron vino. Adrián volvía a ser solo suyo. Pero la sombra de Lucía persistía.

Una semana después, regresó. La tensión también.

—No soporto esto —confesó Carmen a una amiga—.

—Eres un adulto. Ella es una niña asustada, que perdió a su madre. Tú decides: aceptarla o perder a Adrián.

Carmen se negaba a ceder. Pero al enterarse de que estaba embarazada de nuevo, supo que debía intentarlo.

Empezó con pequeños gestos: ayudaba con los deberes, cocinaba sus platos favoritos. Le regaló un libro. Lucía ni siquiera lo miró… hasta que dos días después, Carmen la vio absorta en sus páginas.

Al nacer Mateo, sus miedos resurgieron. Temía que Lucía, por celos, loCon el tiempo, Carmen comprendió que Lucía no era una intrusa, sino parte de su familia, y al abrazarla, encontró finalmente la paz que tanto había anhelado.

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Hoy descubrí su existencia: no puedo entregarla a un hogar, es mi hija