—No sabía de su existencia hasta hoy. No iba a llevarla a un orfanato. Es mi hija —dijo el hombre.
Isabel preparaba la cena y canturreaba. Por fin iba a darle la gran noticia a Álvaro. Llevaban diez años juntos. Al principio no se apresuraron por tener hijos, les bastaba con estar solos. Isabel quería trabajar, ganar experiencia.
Había conseguido un empleo en una empresa prestigiosa y prometió que no planeaba ser madre a corto plazo. El trabajo era bueno, con posibilidades de ascenso. Demostró su valía y pronto subiría de puesto. El sueldo era generoso, y la baja maternal estaría bien remunerada. Ahora sí podían pensar en un hijo. Pero no fue tan fácil. Se hicieron pruebas, todo estaba bien, con ella y con Álvaro.
—Tengan paciencia —dijo la doctora—. Esto pasa. Has logrado mucho profesionalmente, has gastado muchas energías y nervios. Relájate, no te obsesiones. Solo vive, descansa más, todo irá bien. —Sonrió y le recetó vitaminas.
Por fin, quedó embarazada. Al principio no lo creyó, pensó que era un error. Compró dos pruebas más, pero las dos rayas aparecieron igual. Esperó una semana, no pudo más y fue al hospital. ¡Ella y Álvaro tendrían un hijo! Ahora le daría la noticia, celebrarían.
Isabel freía carne y se escuchaba. Sabía que era pronto, que no podía sentirlo aún, pero le parecía sentir una vida creciendo dentro. Se miró al espejo, levantándose la camiseta, pero su vientre seguía plano.
Apagó el fuego, el agua del hervidor se enfriaba, pero Álvaro no llegaba. No contestaba al teléfono. Por fin, sonó la cerradura. Por los pasos, Isabel supo que no venía solo. Se disgustó, tendría que posponer la sorpresa. Un embarazo era algo íntimo, solo de ellos dos.
Suspiró y fue al recibidor. Su sorpresa fue enorme al ver a una niña de unos diez años, con una mirada desconfiada y terca. Isabel miró a Álvaro, quien estaba detrás de la niña.
—Perdón por la demora, fui a buscar a Lucía —dijo él, bajando la vista.
—¿Quién es? ¿Por qué la traes? ¿Por qué no llamaste? —Las preguntas salieron solas.
—Vamos a la sala. Te lo explico —dijo Álvaro, empujando suavemente a la niña.
Isabel se quedó mirando sus espaldas. Cuando entró, ya estaban sentados en el sofá. Ella se sentó en una silla para verles las caras. La niña la miró sin interés y volvió la cabeza hacia la ventana.
—Esta es Lucía, mi hija —dijo Álvaro. Parecía avergonzado, culpable, pero decidido.
—¿Tu hija? No entiendo nada.
—Yo mismo acabo de saber hoy de su existencia. Su abuela me llamó pidiendo que la recogiera. Ingresa al hospital —explicó.
—¿Y por qué crees que es tu hija? —preguntó Isabel, incrédula.
Álvaro dudó un instante.
—Todo coincide. Podemos hacer una prueba de ADN, pero estoy seguro. Mientras su abuela esté hospitalizada, vivirá con nosotros. No tiene más familia, su madre murió en un accidente hace seis meses. Isabel, cenemos y luego te cuento todo. —Miró a la niña, inmóvil a su lado.
Isabel fue a la cocina. Todo en ella se rebelaba contra sus palabras. Pero no podía echar a la niña a la calle. «Será solo unos días. Esto es un sueño, no puede ser real». Álvaro y Lucía entraron y se sentaron. Isabel sirvió la carne con patatas. No probó bocado. La niña comía, apartando la carne.
—¿No te gusta? —preguntó Álvaro. Ella asintió.— ¿Qué te gusta?
—Macarrones con salchichas —respondió, sin levantar la vista.
—Pues lo siento. Tu padre no avisó que te traería —dijo Isabel secamente, descargando su ira en ambos.
—¿Quieres té? ¿O solo tomas zumo o refresco? Porque no tengo. Solo té —añadió con sarcasmo, sirviendo las tazas.
—Isabel, basta —la reprendió Álvaro.
Ella salió, oyendo cómo hablaban, cómo Álvaro lavaba los platos por primera vez en años. Cuando entró en la habitación, Isabel estaba sentada en el sofá, mirando por la ventana. Él intentó abrazarla, pero ella lo rechazó.
—Lucía debe dormir —dijo Álvaro.
—Prepara el sofá —Isabel sacó las sábanas. La niña los observaba desde un rincón. Cuando se acostó, cerraron la puerta de la cocina. Él le contó sobre su relación con la madre de Lucía.
—Terminamos antes de conocerte. No la vi más hasta hoy, cuando su madre me llamó.
—¿Por qué no me avisaste? No me importa tu opinión, ¿verdad? —quiso gritarle que esperaban un hijo, pero calló.
—Isabel, yo también estaba en shock. No podía dejarla sola. Su abuela está grave. ¿Qué querías que hiciera? ¿Meterla en un orfanato? Es mi hija.
—No lo sabes con seguridad —contestó ella, conteniendo el grito.
—Haré la prueba. Mientras tanto, se queda con nosotros —dijo él con firmeza.
«Lo he decidido. Si no te gusta, vete», leyó en su mirada. Tal vez ya no quería al bebé que crecía en ella.
Esa noche le dio la espalda. ¿Qué relación podían tener con esa niña durmiendo al lado, quizás su hija? Quería llorar. Sentía que su vida había cambiado para siempre.
La hostilidad entre Isabel y Lucía crecía día a día. Se evitaban, apenas hablaban. Lucía hacía deberes o jugaba con la tablet. Isabel se refugiaba en la cocina. La rabia aumentaba. ¿Por qué aparecía ahora, justo cuando al fin estaba embarazada? Que viviera con ellos, pero su amor sería para su propio hijo.
Un sábado, Álvaro salió temprano al taller. Isabel preparó la comida y llevó a Lucía al parque. La niña se mantuvo aparte, sin jugar con los demás.
De pronto, Isabel sintió náuseas. Se alejó tras unos arbustos. Al volver, Lucía había desaparecido. Las otras madres no la vieron. Isabel corrió, llamándola en vano.
—¿Cómo pudiste dejarla sola? ¿Dónde está? —gritó Álvaro al llegar.
—¡No me grites! ¡No soy su niñera! Es mayor. Me distraje un momento. Llévala contigo la próxima vez —replicó ella.
—¿No es su hija? —Una mujer se acercó, llevando de la mano a Lucía.
—¿Dónde estabas? —saltó Isabel.
—Déjame a mí —lo detuvo Álvaro.— ¿Por qué te fuiste?
—Vi a mamá… la seguí. Pero no era ella —dijo Lucía, con lágrimas.
—No puedes irte con extraños —intervino Isabel—. Podría pasarte algo.
—Era igual —insistió la niña.
—No llores. Estábamos preocupados. Vamos a casa —dijo Álvaro, más calmado.
Isabel sentía un dolor agudo en el vientre. Al subir las escaleras, se dobló, gimiendo.
—¿Qué pasa? —preguntó Álvaro.
—Me duele… —apretó los dientes.
Subió dos escalones más y gritó.
—Llama a una ambulancia…
Él la llevó al sofá y llamó. Lucía, asustada, se pegó a él. Isabel apenas recordó a los médicos, sus preguntas.
—Hay riesgo de aborto. Vamos al hospital —dijo uno.
Al final, tras muchos altibajos, Isabel comprendió que el amor no se divide, sino que se multiplica, y abrazó a Lucía como su propia hija, sellando así una familia unida por más que la sangre.