Un hombre estaba de pie sobre el techo de un coche, destrozándolo a martillazos: cuando llegó la policía y supo la razón, quedó impactada.
En una estrecha calle del barrio antiguo, de repente se escuchó un ruido seco y sordo, como si alguien golpeara una gruesa plancha de metal con fuerza descomunal. Los transeúntes se sobresaltaron y miraron hacia el origen del estruendo. Allí, sobre el techo de una furgoneta blanca, había un hombre mayor, de pelo cano, empuñando un pesado martillo con ambas manos.
La gente se quedó paralizada, y el horror en sus miradas crecía con cada golpe. El metal se hundía y crujía bajo sus pies, el techo ya estaba lleno de abolladuras profundas, mientras trozos de pintura y chatarra salían disparados al asfalto. El parabrisas, antes intacto, ahora estaba agrietado y, con otro martillazo, se hizo añicos en mil pedazos. Cada movimiento del martillo iba acompañado de un sonido metálico, un golpe sordo y un eco que resonaba por toda la calle.
El hombre gritaba algo entre dientes, pero sus palabras eran ininteligibles, solo se escuchaban fragmentos entrecortados, como súplicas desesperadas o maldiciones. Nadie lograba entender lo que decía.
Uno de los testigos, con las manos temblorosas, sacó el móvil y llamó a la policía. Minutos después, las sirenas resonaron en la calle. Un coche patrulla frenó en seco y dos agentes corrieron hacia la furgoneta. Con cuidado pero con firmeza, bajaron al hombre del techo y le quitaron el martillo.
Una vez en el suelo, nadie esperaba lo que pasaría después. El hombre no opuso resistencia. Se sentó en el bordillo, se cubrió el rostro con las manos y comenzó a sollozar en silencio. Los policías, intentando comprender la situación, se agacharon a su lado y le preguntaron qué ocurría.
Lo que descubrieron los dejó sin palabras.
Todo se aclaró pronto. Hace unos días, su hijo había sufrido un terrible accidente. Los médicos lucharon por salvarle la vida, pero no pudieron hacer nada.
La furgoneta que estaba destrozando era la misma en la que su hijo había perdido la vida. El anciano no podía mirarla sin que el corazón se le partiera en mil pedazos. Cada detalle, cada arañazo, le recordaba la tragedia. Y así, en un momento de desesperación, agarró el martillo para destruir aquel mudo testigo de su dolor.
Mientras lo contaba, su voz se quebraba. Los agentes guardaron silencio, y a uno de ellos se le escapó una lágrima. En ese instante, nadie veía en él a un vándalo o un delincuente, sino a un hombre destrozado intentando lidiar con su sufrimiento.
La calle quedó sumida en un silencio pesado. Los curiosos que antes observaban la escena ahora bajaban la mirada, avergonzados. Y el hombre, secándose las lágrimas, susurraba que solo quería liberarse del dolor que lo consumía por dentro.