**El Hombre Pobre Le Da un Billete de Autobús a una Madre con 3 Hijos, y Al Día Siguiente Encuentra Docenas de Cajas en su Puerta**
Era una mañana luminosa y soleada. Javier se sumergía en la canción que sonaba en sus auriculares mientras fregaba los suelos de la estación de autobuses. Durante los últimos diez años, ese lugar había sido su mundo.
De pronto, una voz lo sobresaltó. —Disculpe… —murmuró alguien.
Javier se giró y vio a una mujer de unos treinta y cinco años, de mirada frágil. Sus ojos hinchados y las lágrimas secas en sus mejillas delataban que había estado llorando. En sus brazos sostenía a un bebé, mientras dos niños más crecidos se aferraban a su falda.
—¿Necesita ayuda? —preguntó Javier, quitándose los auriculares.
—Tengo que llegar a Barcelona. ¿Podría ayudarme a comprar un billete? —su voz temblaba.
—¿Está todo bien? Parece alterada.
La mujer dudó. —M-mi marido… No es un buen hombre. Llevo días sin poder contactarle, y las cosas que ha hecho… me dan miedo. Quiero ir a casa de mi hermana en Barcelona. Perdí la cartera… Por favor, ayúdenos.
Conmovido por su situación, Javier no pudo negarse, aunque eso significara gastar sus últimos euros. Se acercó al mostrador y compró el billete.
—Gracias, de todo corazón —susurró la mujer al recibirlo.
—Cuide de sus niños —dijo Javier con amabilidad.
—¿Podría darme su dirección? —preguntó ella de pronto.
—¿Para qué?
—Quiero agradecerle de alguna manera. Por favor.
Finalmente, Javier accedió. Minutos después, el autobús se llevó a la mujer y a sus hijos, desapareciendo en la carretera.
Al terminar su turno, Javier regresó a casa, donde lo esperaba su hija, Lucía. Era todo lo que le quedaba tras la marcha de su esposa. Aunque el abandono lo había destrozado, se mantuvo firme por su niña.
Con solo diez años, Lucía había asumido responsabilidades mayores. Después del colegio, recogía su melena en una coleta y se sumergía en las tareas del hogar, incluso ayudando a Javier a cocinar.
Aquella noche, como siempre, compartieron risas y cuentos en el sofá. Pero la mañana siguiente sería distinta.
—¡Papá, despierta! —la voz de Lucía lo sacó del sueño.
—¿Qué pasa, cariño? —murmuró, frotándose los ojos.
—¡Hay algo raro afuera! ¡Ven! —lo arrastró hacia la puerta.
En el jardín, docenas de cajas esperaban. Al principio, pensó en un error de reparto, hasta que vio el sobre en la primera caja. Dentro había una nota:
“Hola. Soy la mujer que ayudó ayer. Quiero agradecer su bondad. Estas cajas contienen mis pertenencias, pero he decidido dejárselas para que las venda y obtenga algo de dinero. Que le vaya bien.”
Mientras asimilaba las palabras, el sonido de un jarrón rompiéndose lo alertó. Lucía lo había dejado caer. Por un instante, sintió irritación, pero entonces algo brilló entre los trozos de porcelana.
Lo recogió. Recordó que los diamantes no se empañaban al soplar. Y allí estaba, una piedra reluciente… ¡auténtica!
—¡Dios mío! ¡Somos ricos! —exclamó, extasiado.
—¡Hay que devolverlo, papá! —Lucía buscó en los papeles y encontró una dirección—. ¡No es nuestro!
—Piensa en todo lo que podríamos hacer, Lucía… ¡Tu educación!
—No, ¡y si es la última esperanza de alguien?
A regañadientes, Javier aceptó, pero en secreto, otro plan bullía en su mente. Fingiendo devolver la joya, visitó una tienda de antigüedades.
—¿En qué puedo ayudarle? —preguntó el dueño, el señor Navarro.
—Necesito que valore esto —respondió Javier, dejando el diamante en el mostrador.
Navarro ajustó su lupa. —Una pieza excepcional. Claridad, talla… Vale unos 90.000 euros. ¿De dónde la obtuvo?
—Es… una herencia —mintió Javier—. ¿Quiere comprarla?
—Consultaré con un colega. ¿Espera un momento?
Navarro hizo una llamada y regresó con una oferta: 9.000 euros.
—¡Pero dijo que valía diez veces más! —protestó Javier.
—Sin documentos, solo puedo ofrecer esto —se encogió de hombros.
Decidido a no conformarse, Javier se marchó. Sin embargo, al llegar a casa, el silencio lo heló.
—¿Lucía? —nadie respondió.
En la cocina, una nota lo paralizó:
“Tienes mi joya. Si quieres ver a tu hija viva, tráela a esta dirección. Si llamas a la policía, no la volverás a ver.”
El corazón de Javier se detuvo. Recordó las palabras de la mujer: “Mi marido no es buen hombre…” Corrió a revisar los papeles. ¡La dirección coincidía!
Sin tiempo que perder, condujo hasta una casa antigua de dos pisos. Al llamar, un hombre de abrigo oscuro y una cicatriz en la mejilla le apuntó con una pistola.
—¿Tienes el diamante? —gruñó.
Javier lo mostró. El secuestrador lo examinó… y estalló en furia.
—¡Esto es vidrio! ¡¿Dónde está el verdadero?!
Javier recordó entonces cuando Navarro lo dejó caer. ¿Lo habría cambiado?
—¡Tienes tres días para traer 9.000 euros, o tu hija muere! —rugió el hombre.
Javier corrió a la tienda, pero Navarro se negó a comprarlo. Furioso, Javier lo golpeó, lo ató y lo interrogó.
—¡Confiesa! ¡Mi hija está en peligro!
Finalmente, Navarro reveló la verdad: él y el secuestrador eran cómplices. El diamante era robado, y planeaban extorsionar a Javier.
Con una foto del tendero inconsciente, Javier llamó a la policía y regresó al secuestrador.
—Tu cómplice te traicionó —le dijo, mostrándole la imagen—. Tiene el diamante en su caja fuerte. Intenté sacarle la combinación, pero… ya no está entre nosotros.
El secuestrador, cegado por la ira, salió disparado hacia la tienda. Javier liberó a Lucía.
—¿De verdad… lo mataste? —preguntó ella, temblorosa.
—No, cariño. Era un ardid. Pero la policía lo atrapará.
Y así fue. Ambos criminales fueron detenidos. Javier sabía que tendría que responder por no denunciar el diamante, pero lo único que importaba era que Lucía estaba a salvo.
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