El sol abrasador se inclinaba hacia el ocaso, tiñendo la dehesa de tonos dorados y anaranjados. Los turistas regresaban al campamento tras un largo día de safari cuando uno de ellos divisó un movimiento extraño cerca del río. En las aguas turbias, una sombra enorme forcejeaba. Al acercarse, el hombre comprendió: era un león. El majestuoso rey de la selva, herido y débil, se ahogaba en la corriente, luchando por mantenerse a flote.
El hombre no dudó. Sabía que los leones podían nadar, pero aquel estaba en apuros. Mientras los demás se paralizaban por el miedo, él se quitó la mochila y la cámara y se lanzó al agua.
El río, frío y traicionero, lo arrastró con fuerza. Sacar al león parecía imposible: su cuerpo era pesado, el pelaje empapado lo hundía aún más. Con los músculos en tensión y la respiración entrecortada, el hombre tiró con todas sus fuerzas. No podía permitir que el animal muriera ante sus ojos. Lo agarró por el cuello y, con un último esfuerzo, lo arrastró a la orilla.
El león yacía inmóvil, sin respirar. Desesperado, el hombre se arrodilló a su lado y comenzó a hacerle masajes cardíacos. Sus manos golpeaban el pecho musculoso, una y otra vez, mientras la sangre le martilleaba los oídos. No iba a rendirse.
Minutos interminables pasaron, hasta que, de pronto, un leve movimiento. Un suspiro. Otro más. Los ojos ámbar del animal se abrieron lentamente.
El hombre retrocedió, el corazón en un puño. El león se incorporó tambaleándose, y por un instante, creyó que todo había terminado. Estaba frente a un depredador, y el instinto siempre ganaba.
Pero entonces, sucedió algo inesperado.
El león se acercó, paso a paso, hasta quedar a su altura. El hombre contuvo la respiración. Y entonces, la bestia inclinó la cabeza y lamió sus manos.
Después, su rostro. La lengua áspera del animal era cálida, casi tierna. Como si le diera las gracias por salvarlo.
Se miraron, hombre y fiera, unidos por un instante de lucha y supervivencia. Luego, el león dio media vuelta y se adentró en la espesura, desapareciendo entre los árboles.
El hombre permaneció allí, sintiendo el latir de su corazón. Comprendió que aquel día no solo había salvado una vida. Había vivido un encuentro que lo cambiaría para siempre.