Un grupo de excursionistas se adentró en un bosque pintoresco en los alrededores de Segovia. Montaron sus tiendas, encendieron una hoguera y pasaron la noche riendo, cantando coplas y disfrutando del aire fresco. Todo era perfecto, hasta que alguien notó que uno de ellos, un hombre de unos treinta y cinco años llamado Javier Méndez, había desaparecido.
Al principio, nadie le dio importancia. Pensaron que se había alejado para fotografiar algún paisaje y que pronto regresaría. Pero los minutos pasaban, y la inquietud crecía.
Mientras tanto, Javier caminaba entre los árboles con su cámara en mano. Una planta extraña junto al sendero llamó su atención. Se detuvo, tomó unas fotos y, al levantar la mirada, sintió un escalofrío: el camino había desaparecido. Miró a su alrededor, pero solo vio maleza espesa.
¡Eh! gritó. ¡Estoy aquí!
Solo el silencio le respondió. Avanzó a ciegas, esperando escuchar voces o ver el humo de la hoguera, pero con cada paso se perdía más. El agua de su botella se agotó, y no llevaba comida. El bosque se oscurecía, el frío aumentaba y el miedo le atenazaba el pecho.
Pasaron horas de gritos inútiles. De pronto, un sonido extraño rompió el silencio: un jadeo ahogado, casi un gemido. Javier se quedó inmóvil, el corazón acelerado. Esperaba ver un jabalí o un lobo, pero entre los arbustos apareció un ciervo.
El animal estaba en una situación desesperada: una cuerda gruesa le estrangulaba el cuello y el torso. Se debatía, jadeaba, apenas podía respirar.
Dios mío susurró Javier, acercándose con cuidado. Tranquilo, no te haré daño. Voy a ayudarte.
Extendió las manos lentamente, tratando de no asustarlo. El ciervo resoplaba, pisoteaba el suelo, pero no huía, como si entendiera sus intenciones.
Javier sacó su navaja y, maldiciendo por la tensión, comenzó a cortar la cuerda. Con cada tajo, el animal se estremecía, pero poco a poco se calmó.
Finalmente, la soga cayó al suelo. El ciervo respiró hondo y clavó sus ojos oscuros en el hombre.
Ya estás libre murmuró Javier, retrocediendo.
Entonces ocurrió algo inexplicable, algo que lo dejó paralizado.
El ciervo emitió un sonido largo y melodioso, casi como un llamado. Luego, avanzó lentamente hacia el bosque, volviendo la cabeza como invitándolo a seguirlo.
Javier dudó, pero una corazonada lo impulsó a obedecer. Caminó tras él, adentrándose en los matorrales.
Media hora después, exhausto, divisó destellos entre los árboles. Eran las llamas de la hoguera. Emergió en el claro donde sus amigos, angustiados, lo buscaban.
Al volverse para agradecer al ciervo, no encontró nada. Solo un crujido lejano en la oscuridad, como si el animal se hubiera desvanecido en la noche.