Hombre de verdad

Era un hombre de verdad

Lucía y Gonzalo llevaban dos años juntos. La madre de Lucía ya empezaba a preocuparse, pensando que su hija estaba perdiendo el tiempo con él, que nunca llegarían al altar. El propio Gonzalo decía que no había prisa, que ya tendrían tiempo, que estaban bien así…

Pasó el verano, las hojas cayeron de los árboles, cubriendo las aceras con un manto dorado, y llegaron las lluvias. En uno de esos días fríos y húmedos de octubre, Gonzalo, de repente, con torpeza, le pidió matrimonio a Lucía y le entregó un anillo pequeño y sencillo.

Ella rodeó su cuello con los brazos y le susurró al oído: “Sí”. Luego se puso el anillo en el dedo y gritó feliz: “¡Sí!”, levantando las manos y saltando de alegría.

Al día siguiente, fueron al Registro Civil y, con timidez, presentaron los papeles. La boda quedó fijada para mediados de diciembre.

Lucía hubiera preferido casarse en verano, para que todos la vieran hermosa con su vestido blanco. Pero no discutió con Gonzalo. ¿Y si lo posponía hasta el próximo verano y luego cambiaba de idea? Ella lo amaba y no soportaría perderlo.

El día de la boda, una ventisca azotaba las calles. El viento despeinó su cuidadoso peinado. El vuelo del vestido blanco se inflaba como una campana, y parecía que el siguiente golpe de viento se la llevaría lejos. En el portal, Gonzalo levantó a su feliz esposa en brazos y la llevó hasta el coche. Ni la nieve ni el pelo revuelto lograron arruinar la alegría de los enamorados.

Al principio, Lucía se bañaba en amor y felicidad. Parecía que siempre sería así. Claro, hubo pequeñas discusiones, pero por la noche hacían las paces y se amaban más.

Al año, nació Dani, llenando de alegría el hogar.

El niño era tranquilo y despierto, orgullo de sus padres. Gonzalo, como muchos hombres, apenas ayudaba con el pequeño, temía cargarlo, y cuando lo hacía, Dani lloraba hasta que Lucía lo recuperaba.

—Tú sabes manejarlo mejor. Cuando crezca, jugaremos al fútbol. Yo me ocuparé de mantenernos— decía Gonzalo, aunque su sueldo apenas alcanzaba.

Dani creció, empezó el parvulario, y Lucía volvió a trabajar. Pero el dinero seguía siendo escaso, imposible ahorrar para la entrada de una hipoteca. Las críticas empezaron, las peleas también. Ya no hacían las paces tan fácilmente.

—¡Basta! Trabajo y trabajo, y nunca es suficiente. ¿Te los comes o qué? —preguntó Gonzalo irritado una vez.

—Tú sí que te los comes —replicó Lucía—. Mira qué barriga tienes.

—¿No te gusta? Tú también has cambiado. Me casé con una mariposa y ahora eres una oruga.

De palabra en palabra, la pelea escaló. Lucía, enjugando lágrimas, fue a recoger a Dani. De vuelta, escuchando el balbuceo del niño, entendió que no podía perder a Gonzalo. Al llegar, lo abrazaría, lo besaría y se disculparía. Y él, como antes, respondería al beso, y todo volvería a la normalidad.

Pero la casa estaba en silencio y oscura. Falta la chaqueta, los zapatos. “Se calmara y volverá”, pensó Lucía, friendo patatas con chorizo, su plato favorito.

Pero Gonzalo no regresó. No respondió a las llamadas. A la mañana siguiente, exhausta, Lucía llevó a Dani al parvulario y fue a trabajar. En el descanso, pidió permiso, diciendo que se sentía mal, pero en vez de ir a casa, fue al trabajo de Gonzalo.

Al abrir la puerta de su oficina, lo vio besando a una mujer. Sus manos, con uñas pintadas, reposaban en su espalda como hojas de arce. La mujer abrió los ojos, vio a Lucía, pero no se separó. Al contrario, lo abrazó con más fuerza.

Lucía salió corriendo, ciega por las lágrimas, tropezando con la gente. Sus piernas la llevaron a casa de su madre.

—Mamá, ¿por qué me hace esto? ¿Son todos los hombres así? —preguntó entre sollozos.

—¿Así cómo?

—Infieles. ¿Cuánto tiempo llevará? No puede ser de repente…

—No lo sé, hija. Cuando amas, el mundo entero está en un hombre. Por eso, cuando te falla, piensas que todos son iguales —suspiró su madre—. Volverá.

—¿Y si no?

—El dolor pasará. Tienes a tu hijo. Piensa en él. Si no vuelve, quizá sea mejor. Eres joven, encontrarás felicidad.

—Tú no la encontraste.

—¿Y tú qué sabes? Solo temí que con otro fuera igual. Y tú ya eras mayor, me preocupaba por ti. Pero tú tienes un hijo, él necesita un padre…

Algo más calmada, Lucía recogió a Dani.

—Mamá, vamos a jugar —pidió él en casa.

—Déjame en paz —respondió ella secamente.

—No me gusta cuando hablas así —dijo el niño, alejándose.

Gonzalo apareció cuando Lucía acostaba a Dani. Sacó una maleta y empezó a empacar.

—¿Adónde vas? —preguntó ella, aunque ya lo sabía.

—Me voy. Harto de peleas, de este piso diminuto, de verte.

—¿Y nosotros?

—Querías boda, un hijo. Pues quédate con él. —Cerró la maleta, miró a Dani, cuyos ojos estaban abiertos de par en par, y salió.

Lucía lloró en el sofá. Alguien la tocó: era Dani, en pijama.

—No llores, mamá. Yo no te dejaré nunca.

Gonzalo no regresó. Pidió el divorcio.

Dani preguntó por él una vez, pero al ver la reacción de su madre, no volvió a mencionarlo. La vida siguió. Cuando entró en primaria, Lucía conoció a Javier, más joven que ella. Se llevaba bien con Dani, pero Lucía rechazó sus propuestas de matrimonio. Temía que Dani celara, y la diferencia de edad la atormentaba. “Encontrará a alguien más joven”, pensaba.

Un día, mientras limpiaba, Javier salió con Dani al parque. De pronto, la puerta se abrió: Javier traía a Dani sangrando. Se había caído de un columpio y necesitó puntos. Lucía sabía que no era su culpa, pero no podía evitar pensar: “Si fuera su hijo, esto no habría pasado”.

Poco después, la relación se desvaneció.

—No te preocupes, mamá. Nunca te dejaré —repitió Dani.

Lucía no volvió a traer a nadie a casa.

Dani creció, se convirtió en un hombre. Las chicas lo perseguían, y Lucía, aunque orgullosa, temía quedarse sola.

—Es el destino de las madres. Criar y soltar. Ya te acostumbrarás. Vendrán los nietos —dijo su madre.

Pero su madre enfermó y murió al año, dejando su piso a Dani.

Entonces, apareció Gonzalo. Ajado, descuidado. Se quejó de que, cuando estuvo sano, las mujeres lo adoraban, pero enfermo, nadie lo quería. Preguntó por su suegra y, al enterarse de su muerte, maldijo su suerte.

—Mamá, ¿quién es? —preguntó Dani al ver una bolsa deportiva en el recibidor.

—Hola, hijo. Qué grande estás —dijo Gonzalo.

La sonrisa de Dani se borró.

—¿Qué padre? —replicó frío.

—Dani… —intervino Lucía.

—No—No te reconozco como padre, y no quiero nada de ti —dijo Dani, mientras Gonzalo bajaba la cabeza avergonzado y salía de sus vidas para siempre.

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