Hola. Soy la esposa de un hombre. ¿Puedo pasar?

—Hola. Soy la mujer de Javier. ¿Puedo entrar?…

Hacía una semana que la facultad de medicina bullía por los próximos partidos de voleibol. El equipo de medicina jugaría contra el politécnico. Desde por la mañana, su amiga Rocío insistía en que Lucía fuera a ver el partido.

—No me gusta el voleibol, ni el deporte en general. No entiendo nada— se resistía Lucía.

—¿Qué hay que entender? Solo vamos a animar a los nuestros para que ganen. Vamos, hazlo por mí— suplicaba Rocío.

—No es la victoria lo que te importa, es Sergio— suspiró Lucía y finalmente aceptó.

El pabellón estaba lleno, las gradas abarrotadas. Hasta Lucía terminó enganchada al partido, gritando y agitando una banderita roja como la sangre, mientras los del politécnico llevaban las azules. Al final, ganó el equipo de medicina. Las amigas celebraron como si la victoria fuera suya.

—¿Nos vamos?— preguntó Lucía al salir. Ya era noche cerrada, las faromas iluminaban las calles.

—Esperemos a Sergio, felicitémoslo. Va a cambiarse y saldrá en seguida— pidió Rocío, con la voz ronca de tanto gritar.

No tardaron en verlo salir acompañado de otro chico. Al reconocerlas, se acercó y les presentó a su rival del partido: Javier. Resultó que eran amigos desde la escuela. Caminaron los cuatro un rato, hablando del juego, hasta que se separaron: Sergio acompañó a Rocío a su casa, y Javier, a Lucía. Así empezó todo.

Un año después, cuando Lucía se graduó, se casaron. Javier ya trabajaba, había terminado un año antes. Entre los padres de ambos juntaron el primer pago y compraron un piso de dos habitaciones, pensando en el futuro.

Tres años después, nació su hijo Pedro, y seis años más tarde, su hija Sofía.

Entre bajas maternales, Lucía trabajaba en una clínica dental, atendiendo a familiares y conocidos. Javier era ingeniero en una gran empresa. Ya casi no jugaba al voleibol, solo algún verano en la playa, pero seguía en forma. Cada vez que lo miraba, Lucía recordaba cómo se conocieron. Ahora ni siquiera podía imaginar no haber ido aquel día.

Claro que ya no había la misma pasión que al principio, pero vivían en armonía: invitaban a amigos en fiestas, hacían barbacoas los fines de semana, iban de vacaciones a la costa. Hasta estuvieron un par de veces en Turquía: una en pareja y otra con Pedro, cuando Sofía aún no existía. Entre sus amigos, eran la pareja perfecta, de esas pocas que seguían juntas después de tanto tiempo.

Rocío les envidiaba sin mala intención. Creía que si no hubiera insistido aquel día, Lucía nunca habría conocido a Javier. En cambio, a ella y Sergio no les funcionó. Se casó, se divorció a los dos años y seguía buscando su felicidad.

Una tarde, Lucía ayudaba a Pedro, que estaba en quinto de primaria, con los deberes. Sofía, a su lado, dibujaba con la lengua fuera de concentración.

—Mamá, creo que te llaman— dijo Pedro, alzando la vista del cuaderno.

Era verdad: su móvil vibraba. Lucía siempre lo tenía en silencio en casa, pero atendía todas las llamadas. Alguien con dolor de muelas, un conocido que pedía favores… Esta vez era Rocío.

—Estoy con los niños— dijo Lucía—. Llámame más tarde.

—Más tarde será tarde— contestó Rocío—. Javier no está en casa, ¿verdad?

—Todavía no ha vuelto del trabajo. ¿Necesitas algo?

—No está trabajando. Lo acabo de ver en un restaurante con una tía guapa. Salí a la calle para llamarte. Se fueron en su coche, imagino que a casa de ella. Lo siento, pero no es la primera vez. Se nota que llevan tiempo. ¿Me escuchas?

—Sí— respondió Lucía.

Sabía que a Javier le gustaba a las mujeres, pero nunca había dado motivos para dudar. ¿Estaría Rocío borracha? ¿O quizá ella misma había ignorado señales?

—No he bebido casi nada— aclaró Rocío, como adivinando sus pensamientos—. No te llamo por envidia. Os quiero a los dos. Pero no podía callarme.

El tipo con el que estaba era policía. Le pidió que averiguara datos sobre la chica. Incluso se ofreció para “arreglarle la cara”. Lucía le pidió que no hiciera nada, pero sí que le diera la dirección.

Tras días de dudas, fue a ver a la otra mujer. Una anciana le abrió la puerta del edificio. Las piernas la llevaron hasta el piso. Antes de llamar, recordó toda su vida con Javier: la alegría, las peleas pasajeras como nubes de verano…

La chica era guapa, pelo largo y ojos claros. Hasta se parecía un poco a ella de joven.

—Hola— sonrió Lucía—. Soy la mujer de Javier. ¿Puedo pasar?

Entró sin esperar respuesta. El piso era de alquiler, como el que tuvieron al casarse. Se sentó en la cocina y habló con calma:

—Me llamo Lucía. Tú eres Claudia. Amas a mi marido. Es difícil no amarlo… Pero nos conocimos mucho antes. Tenemos dos hijos. Javier los adora. ¿Crees que podrá repartir su amor?

Claudia bajó la mirada. Lucía siguió, explicando cómo su familia se rompería, cómo él sufriría por los niños, cómo con el tiempo la culparía a ella…

Luego se fue. Caminó llorando hasta casa, segura de que Javier se lo contaría todo y la abandonaría.

Pero no fue así. Javier no se marchó ni al día siguiente, ni a la semana, ni al mes. Seguía siendo el mismo padre cariñoso. No hablaron del tema, pero la vida continuó.

Ese verano, fueron a la playa. Mientras Javier jugaba al volebol, Lucía lo miraba y, aunque a veces el miedo volvía, algo le decía que él había tomado su decisión.

Y el miedo, como una serpiente, se enrolló en lo más profundo de su corazón y escondió la cabeza.

**Moraleja:** A veces, el silencio y la calma son más poderosos que la confrontación. Las mejores batallas no se ganan con gritos, sino con paciencia y amor.

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MagistrUm
Hola. Soy la esposa de un hombre. ¿Puedo pasar?