—Hola. Soy la mujer de Javier. ¿Puedo pasar?
Hacía una semana que la facultad de Medicina bullía por los próximos partidos de voleibol. El equipo de médicos se enfrentaría al de la Politécnica. Desde por la mañana, su amiga insistía a María para que fuera a ver el partido.
—No me gusta el voleibol, ni el deporte en general. No entiendo nada —se resistía María.
—¿Qué hay que entender? Solo hay que animar a los nuestros, que ganen. Venga, por mí —rogaba Lucía.
—No es que te importe ganar, es por Adrián —suspiró María y finalmente aceptó.
El pabellón estaba lleno, todas las gradas ocupadas. Hasta María terminó enganchada al partido. Pronto gritaba junto a los demás y agitaba su banderín rojo, como la sangre, mientras los de la Politécnica lucían los azules. Al final, los médicos ganaron. Las amigas celebraron como si fuera mérito suyo.
—¿A casa? —preguntó María al salir. Ya era de noche, las farolas iluminaban las calles.
—Esperemos a Adrián, felicitémosle. Ahora mismo saldrá —pidió Lucía, con la voz ronca de tanto animar.
No tardó en aparecer Adrián junto a otro chico. Al verlas, se acercó y les presentó a su rival del partido, Javier. Resultó que eran amigos desde la escuela. Caminaron los cuatro, comentando el juego. Luego se separaron: Adrián acompañó a Lucía, y Javier, a María. Así empezaron a salir.
Un año después, cuando María terminó la carrera, se casaron. Javier ya trabajaba, habiendo terminado un año antes. Entre las dos familias juntaron el primer pago de la hipoteca y compraron un piso de dos habitaciones, pensando en los hijos que vendrían.
Tres años después de la boda, María dio a luz a su hijo, y seis años más tarde, a su hija.
En los descansos entre bajas maternales, María trabajaba en una clínica dental, atendiendo a familiares, amigos y conocidos. Javier era ingeniero en una gran empresa. Ahora jugaba al volebol solo en verano, en la playa, pero mantenía la forma, igual de atlético que siempre. Cada vez que lo miraba, María recordaba su primer encuentro. Ahora le costaba imaginar que pudo no conocerlo, que casi no iba al partido.
Claro que ya no había la misma pasión que el primer año, pero vivían en armonía. Recibían invitados en fiestas, iban de barbacoas los fines de semana, disfrutaban de vacaciones en la costa. Incluso viajaron un par de veces a Turquía. Una vez solos, y otra con su hijo Álvaro, cuando Laura aún era un proyecto. Entre los amigos, eran la pareja perfecta. De las pocas que seguían juntas.
Lucía envidiaba, sin mala intención, la felicidad de María. Creía que si ella no la hubiera convencido de ir al partido, nunca se habrían conocido. En cambio, a Lucía y Adrián no les funcionó. Se casó, se divorció a los dos años y seguía buscando su media naranja.
Una tarde, María ayudaba a Álvaro con los deberes, en quinto de primaria. Laura dibujaba a su lado, con la lengua fuera de concentración.
—Mamá, suena tu teléfono —dijo Álvaro, alzando la vista del cuaderno.
María lo comprobó. Era Lucía. Contestó, diciendo que estaba con los niños y que llamaría más tarde.
—Más tarde será tarde —dijo Lucía—. Javier no está en casa, ¿verdad?
—No ha vuelto del trabajo. Dijo que llegaría tarde. ¿Necesitas algo?
—No está trabajando. Acabo de verle en un restaurante con una mujer guapa. Estaba con un amigo. Salí a llamarte. Se fueron en su coche, imagino que a casa de ella. Lo siento, pero esto no es casual. Entre ellos hay algo serio. Tengo buen ojo para estas cosas. ¿Me escuchas?
—Te escucho —respondió María.
Sabía que Javier gustaba a las mujeres, pero nunca había dudado de su fidelidad. Aunque Lucía no mentiría. ¿Y si ella no había visto las señales?
—No he bebido mucho —aclaró Lucía, como leyendo su mente—. No creas que te lo digo por envidia. Os quiero mucho a los dos. Jamás intentaría quitártelo. Pero tampoco puedo callarme.
El amigo con el que estaba es policía. ¿Quieres que averigüe datos de ella? Seguro que accede. Yo misma le arrancaría el pelo a esa zorra. Pero tú decides. Aunque yo no le dejaría irse con ella. Javier es un hombre que no se encuentra en cualquier esquina. Tienes dos hijos, no lo olvides. ¿Quieres que investigue?
Si fuera otra persona, quizá María no lo creería. Pero Lucía jamás mentiría.
—¿Qué haces callada? —preguntó.
—Averigua —dijo María, dejando el móvil como si fuera el culpable.
Fue a la cocina, temblando. Javier… con otra. Le venía a la mente la frase de esa película: «¡No puede ser!» Pero Lucía lo conocía demasiado para equivocarse.
Sus dedos se entrelazaron, helados. El corazón le dolía, la cara le ardía, pero por dentro sentía un frío horrible. ¿Y si solo era una reunión de trabajo? Aunque Lucía dijo que había algo entre ellos. Los hombres eran así, podían perder la cabeza por una mujer bonita. ¿Qué hacer? ¿Montar un escándalo? Asustaría a los niños. Las amantes siempre jugaban a ser lo opuesto: dulces, sumisas. La esposa exigía, ellas no.
—Mamá, no entiendo este problema —dijo Álvaro, asomando a la cocina.
—Ahora voy —respondió María, sin volverse.
Cuando Javier llegó, ya se había serenado. Lo recibió con una sonrisa.
—¿Te caliento algo?
—No, tomé café en el trabajo. Estoy agotado. Voy a ducharme y a dormir.
María acostó a Laura, luego pasó horas en la cocina, pensando, pensando…
Al acostarse, Javier ya dormía. No pudo conciliar el sueño hasta el amanecer. ¿Quién podría dormir sabiendo que su marido la engañaba?
Por la mañana, se levantó con la cabeza pesada y los ojos como arena. Preparó el desayuno, despertó a Laura. Javier, fresco y descansado, comió con apetito.
—¿Puedes llevar a Laura al cole? No me encuentro bien —pidió.
—Claro. Descansa, ¿hoy trabajas por la tarde?
Javier nunca olvidaba fechas importantes, turnos, detalles. Todo normal. Pero ya nada era igual.
Al día siguiente, fue a casa de su madre. Necesitaba hablar, escuchar consejos.
—¿Qué hago, mamá?
—No sé, hija. Cuando tu padre me fue infiel, le armé un escándalo, grité… Hasta rompí cosas en casa de la otra. Él dijo que no podía vivir conmigo y se fue. Lloré días enteros. Pero al final regresó. Y no lo acepté.
—¿Te arrepientes?
—Al principio no, aunque fue duro. Pero tú tienes dos hijos, necesitan a su padre. Después sí me arrepentí. Nadie fue feliz. Él vivió con ella sin amor hasta morir. Tú decides. Con Javier vale la pena luchar. Con los años se aprende. Estar sola duele.
Dos días después, Lucía apareció en la clínica con una dirección.
—Así que sí me engañaba —dijo María, amarga, tomando el papel.
—¿En serio dudaste? Jamás te diría algo así sin certeza. ¿Qué harás?
—¿Tú qué harías?
—Yo le haría pagar caro. Escucha, tienes productos en la clínica… ¿Ácido? Pues eso. O buscaría a alguien para darle una paliza. Mi novio tiene contactos.
—¿TeMaría cerró los ojos, respiró hondo y decidió que, aunque el dolor era grande, lucharía por su familia, porque el amor verdadero no se rinde fácilmente.