—Hola, soy la esposa de Jorge. ¿Puedo pasar?
Hacía una semana que la Facultad de Medicina vibraba con los preparativos para el campeonato de voleibol. El equipo de medicina jugaría contra el de ingeniería. Desde primera hora, Oksana insistía a Ana para que fuese a ver el partido.
—No me gusta el voleibol, ni el deporte en general. No entiendo nada —se resistía Ana.
—¿Qué hay que entender? Solo vamos a animar a los nuestros. Venga, por favor, hazlo por mí —rogaba Oksana con voz quejumbrosa.
—No te importa que ganen, te importa Simón —suspiró Ana al final, resignándose.
El pabellón estaba abarrotado, las gradas llenas de gente. Hasta a Ana le contagió la emoción del juego. Pronto gritaba y agitaba su banderín rojo, como los demás seguidores de medicina, mientras los del politécnico agitaban los azules. Al final, medicina ganó. Las amigas celebraron como si la victoria fuera suya.
—¿Nos vamos? —preguntó Ana al salir del edificio.
Ya era de noche, las farillas iluminaban las calles.
—Esperemos a Simón para felicitarle. Saldrá enseguida, después de cambiarse —rogó Oksana con la voz ronca de tanto animar.
No tardó en aparecer Simón, acompañado de un chico. Al verlas, se acercó y les presentó a su rival del partido, Jorge. Resultó que eran amigos de toda la vida, desde el colegio. Caminaron los cuatro un rato, comentando el juego, hasta que se separaron: Simón acompañó a Oksana, y Jorge, a Ana. Y así empezó todo.
Un año después, cuando Ana terminó la carrera, se casaron. Jorge se había graduado antes y ya trabajaba. Entre las dos familias juntaron el dinero para la entrada, y los jóvenes compraron un piso de dos habitaciones con la vista puesta en los hijos que vendrían.
Tres años después de la boda, Ana dio a luz a un niño, y seis años más tarde a una niña.
Entre bajas maternales, Ana trabajaba en una clínica dental, atendiendo a familiares, amigos y conocidos. Jorge era ingeniero en una gran empresa. Ya apenas jugaba al voleibol, solo algún verano en la playa. Pero seguía en forma, tan atractivo como siempre. Cada vez que lo miraba, Ana recordaba aquel primer encuentro. Era difícil imaginar que pudieran no haberse conocido si no hubiera ido al partido.
Claro que ya no había la pasión de los primeros años, pero vivían en armonía. Recibían invitados los días de fiesta, viajaban a la costa en vacaciones, incluso estuvieron un par de veces en Turquía: una en solitario y otra con su hijo Jaime. Teresa aún no había nacido. Entre sus amigos eran la pareja modélica, casi los únicos que seguían juntos.
Oksana, sinceramente, envidiaba a su amiga. Creía que su felicidad se debía a ella: si no hubiera insistido en ir al partido, Ana nunca habría conocido a Jorge. En cambio, su relación con Simón no cuajó. Se casó, se divorció al cabo de dos años y seguía buscando su media naranja.
Una tarde, Ana ayudaba a Jaime con los deberes de quinto curso mientras Teresa, a su lado, dibujaba con la lengua fuera, concentrada.
—Mamá, creo que te llaman —dijo Jaime alzando la vista del cuaderno.
Ana escuchó. Era su móvil, que siempre llevaba en silencio, vibrando. Las llamadas eran habituales: alguien con dolor de muelas pidiendo consejo para aguantar hasta la mañana, otro rogándole que atendiera a un conocido importante en la clínica. Aunque desactivaba el tono, nunca ignoraba una llamada. Era médica, no podía negarse a ayudar.
Esta vez era Oksana. Ana contestó y le explicó que estaba con los deberes de Jaime, pidiéndole que llamara más tarde.
—Si espero, será demasiado tarde —dijo Oksana—. Jorge no está en casa, ¿verdad?
—Aún no ha vuelto del trabajo. Dijo que llegaría tarde. ¿Necesitas algo?
—No está trabajando. Acabo de verle en un restaurante con una mujer guapísima. He salido a la calle para llamarte. Se han ido juntos en su coche, seguramente a casa de ella. Lo siento, Ana, pero no es algo casual. Llevan tiempo juntos. Tengo buen ojo para estas cosas. ¿Me oyes?
—Sí —murmuró Ana.
Sabía que Jorge gustaba a las mujeres, pero nunca había dado motivos para dudar de él. Quizá Oksana había bebido. O quizá Ana había ignorado los indicios.
—No he bebido casi nada —aclaró Oksana, como si le leyera el pensamiento. Su voz sonaba sobria—. No pienses que te lo digo por envidia. Os quiero mucho a los dos. Nunca intenté quitártelo. Estaba loco por ti. Pero no podía callarme. Saber es poder.
El tipo con el que estoy es policía. Si quieres, le pido que averigüe todo sobre ella. Seguro que accede. Hasta me apetece arrancarle el pelo a esa zorra sin anestesia. Tú decides si quieres saber más. Pero yo no le dejaría escapar. No nacen todos los días hombres como él. Tienes dos hijos. ¿Quieres que averigüe algo?
De otra persona, Ana no lo habría creído. Pero Oksana era de fiar. No mentiría.
—¿Por qué no dices nada? —preguntó su amiga.
—Infórmame —contestó Ana, arrojando el móvil como si fuera culpable.
—¡Mamá! —llamó Jaime.
—Ahora voy.
Ana se dirigió a la cocina y se quedó mirando por la ventana. Un temblor nervioso la recorría. Jorge… con otra… Le vino a la mente una película antigua: *¡No puede ser!* Pero Oksana lo conocía de toda la vida, no se equivocaría.
Ana entrelazó los dedos, helados de repente. El corazón le dolía, la cara le ardía y un frío desagradable le invadía por dentro. *¿Se habrá equivocado? ¿Será una reunión de trabajo? Pero Oksana dijo que hay algo entre ellos. Jorge es un hombre normal, podía haberse enamorado de otra. Esto pasa a menudo. Siempre ha gustado a las mujeres. ¿Y ahora qué? ¿Armar un escándalo? Asustaría a los niños. Si me pongo histérica, lo alejaré más. Las amantes juegan con eso: la esposa exige, pide, y ellas no piden nada, solo dan lo que él ya no encuentra en casa. Dulzura, paciencia… ¿Qué va a pasar ahora?*
—Mamá, no entiendo este problema —Jaime asomó a la cocina.
—Voy ahora —contestó Ana sin volverse, con voz plana.
El niño dudó un momento antes de irse.
Ana regresó al salón y, con dificultad, se concentró en los deberes. Cuando Jorge llegó, ya se había serenado y lo recibió con una sonrisa.
—¿Te caliento la cena?
—No, tomé un café en el trabajo. Estoy agotado. Voy a ducharme y a dormir.
Ana acostó a Teresa y pasó horas en la cocina, bebiendo té, reflexionando. Cuando por fin se acostó, Jorge ya dormía. No pudo pegar ojo hasta el amanecer. ¿Quién podría, con esa noticia?
Por la mañana se levantó con dolor de cabeza y los ojos irritados. Preparó el desayuno, despertó a Teresa. Jorge, fresco y descansado, comió con apetito.
—¿Puedes llevar a Teresa al cole? No me encuentro bien —pidió Ana.
—Claro. Descansa, ¿no trabajas esta tarde?
Jorge siempre recordaba cumpleaños, turnos… Todo parecía normal. Pero no lo era.
—¿No llegarás tarde hoy? ¿Recogerás a Teresa? —recordó Ana.
—Sí, claro.Ella tomó aire profundamente y decidió que, fuera lo que fuese lo que el futuro les deparara, lucharía por su familia con la misma determinación con la que un día se dejó arrastrar al partido de voleibol que cambió su vida para siempre.