¡Hola! Sabía que nuestro encuentro era inevitable…

**Diario de Andrés**

Hoy, otro día más esperando en el coche. Pero sé que algún día volveré a verla.

Hace un año, volvía del trabajo cuando la vi por casualidad. Mientras buscaba el giro correcto, mientras daba la vuelta, ella ya había desaparecido. Desde entonces, cada vez que la nostalgia me invade, vengo aquí, me siento en el coche y espero, con la esperanza de encontrarla de nuevo. Imagino cómo saldré del vehículo y le diré: “¡Hola! ¡Qué casualidad!…”

Fuimos compañeros de clase. Una chica normal, nada extraordinario, excepto que era muy estudiosa. Yo nunca le presté atención. En aquel entonces, ninguna chica me interesaba. Pasamos tantos años juntos en clase, creciendo, madurando, que todas las compañeras eran casi como hermanas. ¿Cómo podrías enamorarte, digamos, de una hermana? Imposible. Eran parte del paisaje. Con los chicos tenía más amistad, pero eso era distinto. Claro, con algunas hablaba más, con otras menos. Pero a ella ni la miraba.

Se acercaban los exámenes de selectividad. Y si antes Andrés no se preocupaba por las notas, ahora empezaba a sentir la presión. Su madre soñaba con que él estudiara Derecho, se graduara y se convirtiera en abogado, como su padre, que había muerto de un infarto dos años atrás.

Pero Andrés no quería ser abogado. Soñaba con la programación, con dominar la tecnología y la inteligencia artificial. Para entrar en la universidad y trabajar, necesitaba matemáticas.

Estaba harto de estudiar. Pero la universidad no era como el instituto. Allí sabes para qué te esfuerzas, no es solo aprender por aprender. Y no todo lo que estudias te servirá en la vida.

Don Julián, el profesor de matemáticas, recordó al comenzar la clase que ese día harían un examen.

—La nota que saquéis hoy será la que ponga en el boletín. Se acerca la selectividad, acostumbraos. Da igual lo bien que hayáis hecho antes.

Los que estudiaban bien se tensaron; los que iban justos, se alegraron. Al menos tenían una oportunidad de sacar algo decente.

Andrés resolvió los ejercicios rápido, pero se atascó en un problema. El tiempo corría, y él no avanzaba. Nervioso, buscó a quién copiar. Delante tenía a “Gordi” Martínez. No parecía la mejor opción, pero le dio un toque con el bolígrafo en la espalda. Ni se giró.

Detrás estaba Lucía Moreno, la empollona. De ella no había que esperar ayuda. Nunca daba pistas.

Al lado, su amigo Javi. Tampoco era un genio de las mates. Intentó pasarle la hoja, pero Javi ni lo miró: “Déjame, que no llego”.

En la fila de al lado estaba Marta, que tenía el mismo examen. Pero a ella no le preguntaría. Estaba enamorada de él, y luego no se la quitabas de encima.

Don Julián pasó entre las mesas, con las manos a la espalda. Alto y delgado, con su traje gris, se inclinaba sobre los pupitres como una garza. Se detuvo junto a Gordi, miró su hoja, negó con la cabeza y siguió.

Quedaba poco tiempo. De pronto, un suave golpe en la espalda.

Andrés se giró y se encontró con la mirada de Lucía. “Dámelo”, susurró con los labios. Él entendió al instante, le pasó su hoja y esperó. Don Julián ya volvía por su fila. Andrés sudaba de los nervios. ¿Qué tardaba tanto Lucía?

—Gálvez, comprueba el ejercicio. Aún tienes tiempo —dijo Don Julián, señalando el examen de otro compañero.

En ese momento, una hoja cayó sobre su hombro. La agarró y leyó rápidamente. Abajo, con lápiz, estaba la solución. La copió a toda prisa y borró los trazos del lápiz. La sombra del profesor se cernió sobre su pupitre. El corazón le dio un vuelco. ¿Lo habría visto? Pero sonó el timbre de salvación.

—Terminad. Dejad los exámenes sobre mi mesa —ordenó Don Julián.

Andrés dejó el suyo con alivio y salió al pasillo.

—Gracias. Me has salvado —le dijo a Lucía cuando ella salió del aula.

—Bah. Teníamos el mismo examen, no me costaba nada.

Nunca habría esperado que la callada empollona Lucía le ayudara sin pedírselo. Nunca lo hacía, y esta vez… Marta pasó a su lado y le lanzó una mirada asesina. Pero le dio igual.

Después de clase, la esperó a la salida.

—Lucía, ¿cómo supiste que no lo había resuelto? —caminó junto a ella.

—Te movías nervioso, se notaba.

—Tenía miedo de sacar un suficiente.

—¿Vas a estudiar Derecho? —preguntó ella.

—¿Cómo lo sabes? No. Mi madre lo quiere, claro. Pero yo quiero programación. Es el futuro.

—Nuestras madres trabajan juntas. ¿No lo sabías?

—No, la mía nunca me lo dijo…

Caminaron, hablando de cosas sin importancia.

—Marta va detrás de nosotros, la noto clavándome la mirada. Está celosa. Está enamorada de ti —dijo Lucía de repente.

—Lo sé. No me deja en paz. ¿Y tú qué vas a estudiar? —preguntó Andrés.

Estaba acostumbrado a que Marta estuviera siempre rondando, pero ya ni la notaba.

—Medicina.

—Vaya. ¿Salvar vidas?

—De niños. Quiero ser pediatra —dijo Lucía con naturalidad.

Le sorprendió. Nunca habría imaginado que la seria y callada Lucía quisiera trabajar con niños. ¿Cuánto sabía él de ella? Ahí estaba su casa. Pronto se iría, y Marta reaparecería.

—Oye, explícame el problema. Por si cae uno igual en selectividad, que allí no podrás ayudarme —improvisó.

—Ahora mismo. —Lucía dejó su mochila en un banco cerca del portal, sacó un cuaderno y un lápiz y comenzó a explicar.

Se inclinaron sobre el papel, casi rozándose. Andrés sintió el aliento de Marta cerca de su oído. Quiso apartarse, pero entonces un mechón del pelo de Lucía, escapado de la bufanda, le rozó la mejilla. Le ardía la piel, le faltó el aire y un vacío le golpeó el estómago. Quiso acercarse más.

—¿Lo has entendido? —preguntó ella, alzando los ojos.

Entre sus pestañas, las motitas doradas alrededor de sus pupilas negras brillaban. Sus labios húmedos seguían hablando, pero Andrés estaba sordo, solo la miraba fijamente, como si fuera la primera vez.

—¿Lo entiendes o no? —repitió Lucía, seria.

Andrés se quedó bloqueado. Se había distraído mirándola y no había oído nada.

—No —admitió—. Oye, ¿vamos al cine?

—¿Ahora? Me pides que te explique el problema, me esfuerzo y tú… —contestó enfadada, guardando su cuaderno—.

Y antes de que reaccionara, desapareció tras la puerta.

—Yo sí iría contigo al cine —dijo Marta, burlona. Andrés ni recordaba que estaba allí.

Marta seguía hablando, pero él solo recordaba los ojos dorados y los labios de Lucía.

—Déjame en paz, pesada —dijo, alejándose.

Marta, por fin, se ofendió y se fue.

Al día siguiente, volvió a esperarla.

—¿Otro problema que explicar? —preguntó Lucía, burlona.

—No. Me gustas —soltó él, enrojeciendo.

Ni él mismo lo esperaba. Había ensayado otra cosa.

Lucía lo miró**Diario de Andrés**

Al final, después de tantos años de espera, de errores y segundas oportunidades, comprendí que el amor verdadero no se apaga con el tiempo, sino que espera pacientemente a que estemos listos para vivirlo.

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MagistrUm
¡Hola! Sabía que nuestro encuentro era inevitable…