Hace mucho tiempo, en un pueblo de Castilla, el destino jugó sus cartas.
Un año atrás, Javier volvía del trabajo cuando, por casualidad, la vio. Mientras buscaba el desvío correcto, mientras daba la vuelta, ella ya había desaparecido. Desde entonces, cuando la nostalgia lo invadía, regresaba a aquel lugar, se sentaba en su coche y esperaba, con la esperanza de volver a verla. Imaginaba cómo bajaría del vehículo y le diría: «¡Hola! ¡Qué casualidad encontrarte aquí!…»
Habían compartido aula en el instituto. Una chica corriente, sin nada especial, excepto que era la primera de la clase. Javier no le prestaba atención. En aquel entonces, no le gustaba ninguna chica. Habían crecido juntos durante tantos años, madurado juntos, que todas sus compañeras le parecían casi hermanas. ¿Cómo podría enamorarse de alguien así? Imposible. Con los chicos, la amistad era diferente. Claro, hablaba más con unas que con otras. Pero a ella ni la veía.
Se acercaban los exámenes finales. Si antes Javier no se preocupaba demasiado con las notas, ahora empezaba a angustiarse. Su madre soñaba con que estudiase Derecho, se licenciara y se convirtiera en abogado, como su padre, que había muerto de un infarto dos años atrás.
Pero Javier no quería ser abogado. Soñaba con la programación, con dominar las nuevas tecnologías y la inteligencia artificial. Y para entrar en la universidad, necesitaba matemáticas.
Estudiar le aburría enormemente. Pero la universidad no era como el instituto. Allí entendería por qué aprendía, no sería solo un cúmulo de conocimientos inútiles.
Don Ramón, el profesor de matemáticas, recordó al comenzar la clase que ese día harían un control.
—La nota que saquéis hoy será la del trimestre. Acostumbraos, que pronto vendrán los exámenes. Da igual qué notas hayáis tenido antes.
Los que estudiaban bien se tensaron; los que iban mal, se alegraron. Era su oportunidad para subir nota.
Javier resolvió los ejercicios rápidamente, pero se atascó en el problema. El tiempo corría, y él no avanzaba. Empezó a ponerse nervioso, buscando a quién copiar. Delante estaba el gordito Manolo. Difícil que le ayudase, pero Javier le dio un toque con el bolígrafo en la espalda. Ni se giró.
Detrás, la empollona Lucía. De ella no había que esperar ayuda. Nunca daba pistas.
A su lado, su amigo Paco. Tampoco era un genio de los números. Javier intentó pasarle su hoja, pero Paco lo apartó con un gesto.
En la fila de al lado estaba Rocío, haciendo el mismo examen. A ella no podía pedírselo. Estaba loca por él, y luego no la quitabas de encima.
Don Ramón pasó entre las filas, las manos cruzadas a la espalda. Alto y delgado, con su traje gris, se inclinaba sobre los pupitres como una garza. Se detuvo junto a Manolo, miró su hoja, negó con la cabeza y siguió.
Quedaba poco tiempo. De repente, un suave golpe en la espalda.
Javier se giró y encontró la mirada de Lucía. «Pásamelo», murmuró con los labios. Él entendió, le entregó su hoja y esperó. Don Ramón ya volvía por su fila. Javier sudaba de nervios. ¿Qué estaría haciendo Lucía?
—González, fíjate bien. Corrige el error que tienes. Aún hay tiempo.
Y entonces, como un milagro, el papel volvió a su hombro. Lo agarró y leyó con avidez. Abajo, con lápiz, estaba la solución. La copió rápidamente y borró los restos de grafito. La sombra de Don Ramón cayó sobre su mesa. ¿Y si lo había visto? Pero en ese momento, el timbre sonó.
—Terminad. Dejad los exámenes sobre mi mesa.
Javier dejó su hoja con alivio y salió al pasillo.
—Muchas gracias. Me salvaste —le dijo a Lucía al salir.
—Bah. Era el mismo examen, no me costó nada.
Nunca hubiera esperado que la callada Lucía le ayudase, sin siquiera pedírselo. Nunca lo hacía, pero esta vez… Rocío pasó a su lado y le fulminó con la mirada. Qué más daba.
Después de clase, Javier la esperó a la salida.
—Lucía, ¿cómo supiste que no resolví el problema? —Caminaron juntos.
—Te noté nervioso, eso es todo.
—Tenía miedo de sacar un suficiente.
—¿Vas a estudiar Derecho? —preguntó ella.
—¿Cómo lo sabes? No. Mi madre quiere, pero yo prefiero Informática. Es el futuro.
—Nuestras madres trabajan juntas. ¿No lo sabías?
—No… nunca me lo dijo…
Compartieron palabras triviales mientras caminaban.
—Rocío nos sigue. Se me eriza la nuca con su mirada. Está celosa —dijo Lucía de pronto—. Está enamorada de ti.
—Lo sé. No me deja en paz. ¿Y tú qué vas a estudiar?
Estaba acostumbrado a Rocío, siempre merodeando.
—Medicina.
—¿Para salvar vidas?
—De niños. Quiero ser pediatra.
Sorprendido. Jamás habría imaginado que la estricta Lucía quisiera cuidar niños. ¿Qué sabía él de ella? Ahí estaba su casa. En un momento se iría, y Rocío aparecería.
—Oye, explícame el problema. Por si acaso cae algo parecido en los exámenes.
—Ahora mismo.
Lucía dejó su mochila en un banco, sacó un cuaderno y empezó a explicar.
Se inclinaron sobre el papel, casi rozándose. Javier sintió el aliento de Rocío cerca de su oreja. Iba a apartarse, pero entonces un mechón del pelo de Lucía, escapado de su trenza, le rozó la mejilla. Un escalofrío le recorrió el cuerpo. Quiso acercarse más.
—¿Lo has entendido? —preguntó ella alzando la vista.
Entre sus pestañas, los ojos negros brillaban con destellos dorados. Sus labios se movían, pero Javier no oía nada. Solo la miraba, como si la viese por primera vez.
—¿Lo has entendido o no? —repitió Lucía, seria.
Se sintió perdido. Se había distraído admirándola.
—No —admitió—. Oye, ¿vamos al cine?
—Tú mismo has pedido que te lo explicara. Me esfuerzo, y tú… —Guardó el cuaderno, enfadada—.
Y antes de que pudiera reaccionar, Lucía desapareció tras la puerta.
—Yo sí iría al cine —dijo Rocío con sarcasmo, como si se burlara.
Se había olvidado de que estaba allí.
—Déjame en paz —gruñó, y se alejó recordando aquellos ojos dorados.
Al día siguiente, la esperó de nuevo.
—¿Otra explicación? —preguntó ella con ironía.
—No. Me gustas —salió de su boca sin pensarlo.
Lucía lo miró fijamente. A su alrededor, los niños gritaban, los amigos preguntaban, pero él solo veía a Lucía.
—Vamos —dijo ella.
—¿Adónde?
—Al cine. ¿No me lo pediste ayer?
—Claro que no lo olvidé. Vamos.
Caminó junto a ella, calculando el dinero que llevaba. ¿Alcanzaría?
Delante de su casa, Lucía se detuvo.
—Nos vemos aquí en media hora.
Javier corrió a casa, rebuscó en su mochila, contó las monedas. No era suficiente.
—¿Qué haces ahí parado? —preguntó su abuela.
—Abuela, ¿me—Dame cinco euros, no me llega para el cine —suplicó, mientras el corazón le latía con la esperanza de que, esta vez, el destino les sonriera.