¡Oye! Sabía que algún día nos encontraríamos…
Hace un año, Daniel volvía del trabajo y por casualidad la vio. Mientras buscaba el desvío, mientras daba la vuelta, ella ya había desaparecido. Desde entonces, cuando la nostalgia y los recuerdos lo invadían, volvía a ese lugar, se sentaba en el coche y esperaba verla de nuevo. Imaginaba cómo saldría del auto y le diría: “¡Hola! ¡Qué casualidad encontrarte aquí!”
Estudiaron juntos en la misma clase. Una chica más del montón, nada especial, excepto que era la empollona. Él ni la miraba. En ese entonces, ninguna chica le llamaba la atención. Pasaron tantos años juntos, creciendo, madurando, que todas las compañeras se sentían casi como hermanas. ¿Cómo podrías enamorarte, digamos, de una hermana? Imposible. Estaban ahí, y punto. Con los chicos sí hacía migas, pero eso era distinto. Claro, con algunas chicas hablaba más, con otras menos. Pero a ella ni la veía.
Se acercaban los exámenes finales. Y si antes a Daniel las notas le daban igual, ahora empezaba a preocuparse. Su madre soñaba con que estudiara Derecho, se graduara y fuera abogado, como su padre, que había muerto de un infarto dos años atrás.
Abogado no quería ser. Lo suyo era la programación, dominar las tecnologías de la información y la inteligencia artificial. Pero para entrar en la universidad y trabajar, necesitaba matemáticas.
Estudiar le aburría soberanamente. Pero la universidad no era el instituto. Allí sabías para qué aprendías, no solo acumulabas conocimientos porque sí. Y la mitad ni siquiera te servirían en la vida.
Don Antonio, el profesor de mates, recordó al empezar la clase que ese día había control.
“La nota que saquéis hoy será la del trimestre. Los exámenes finales están a la vuelta de la esquina, acostumbraos. Da igual qué notas hayáis tenido antes.”
Los que iban bien se tensaron; los que iban fatal se alegraron, porque al menos tenían una oportunidad, aunque remota, de aprobar.
Daniel resolvió los ejercicios rápido, pero se atascó en el problema. El tiempo corría, y no le salía. Empezó a sudar y a pensar en quién podría copiar. Delante estaba “el Gordo” Martínez. Difícil que le echara un cable, pero aun así, Daniel le dio un toque con el bolígrafo en la espalda. Ni se giró.
Detrás de él estaba Clara Menéndez, la empollona. De ella no había que esperar ayuda. Nunca daba respuestas ni ayudaba a nadie.
Al lado estaba su colega Javi. Tampoco era un lumbreras. Daniel intentó pasarle su hoja, pero él apartó la mano como diciendo: “No me jodas, que yo tampoco llego.”
En la fila de al lado estaba Lucía. Resolvía el mismo examen, pero preguntarle a ella era mala idea. Estaba loca por él, y luego no había quien la quitara de encima.
Don Antonio pasó entre las filas, con las manos en la espalda. Alto y delgado, con traje gris, se inclinaba sobre los pupitres como una garza. Se detuvo junto a Martínez, miró su hoja, negó con la cabeza y siguió caminando.
Quedaba poco tiempo. De pronto, sintió un toque ligero en la espalda.
Daniel se giró y se encontró con la mirada de Clara. “Dámelo”, susurró sin voz. Él entendió al instante, le pasó su hoja y esperó. Don Antonio ya venía por su fila. Daniel sudaba de los nervios. ¿Qué estaría tardando tanto?
“Gómez, fíjate bien. Encuentra el error y corrígelo. Aún tienes tiempo.” Don Antonio se detuvo junto al compañero de al lado.
En ese momento, un papel casi invisible cayó sobre su hombro. Lo agarró y leyó ávido. Abajo, con lápiz, estaba la solución. La copió rápido y empezó a borrar los restos del grafito. La sombra del profesor cayó sobre su mesa. El corazón de Daniel se paralizó. ¿Lo habría visto? Pero justo entonces sonó el timbre.
“Muy bien, terminad. Dejad los exámenes sobre mi mesa.”
Aliviado, Daniel dejó su hoja con las demás y salió al pasillo.
“Muchísimas gracias. Me has salvado”, le dijo a Clara cuando ella salió del aula.
“Bah, era el mismo examen, no me costó nada.”
Jamás habría esperado que la callada Clara le ayudara sin que él siquiera lo pidiera. Nunca lo hacía, pero esta vez… Lucía pasó a su lado y le fulminó con la mirada. Qué más daba.
Después de clase, Daniel esperó a Clara a la salida.
“Oye, ¿cómo te diste cuenta de que no sabía resolverlo?”, preguntó caminando a su lado.
“Te movías como pez fuera del agua, se notaba.”
“Tenía miedo de sacar un suficiente.”
“¿Vas a estudiar Derecho?”, preguntó ella.
“¿Cómo lo sabes? No. Mi madre, claro, sueña con eso. Pero yo quiero ser informático. Es el futuro.”
“Nuestras madres trabajan juntas. ¿No lo sabías?”
“No, la mía no me dijo…”
Caminaron hablando de cosas sin importancia.
“Lucía viene detrás, la noto clavándome la mirada en la espalda. Está celosa. Está enamorada de ti”, soltó de pronto Clara.
“Lo sé. No me deja en paz. ¿Y tú qué vas a estudiar?”, preguntó Daniel.
Estaba acostumbrado a que Lucía estuviera siempre rondando; ya ni lo notaba.
“Medicina.”
“Vaya. ¿Salvar vidas?”
“De niños. Quiero ser pediatra”, respondió ella con sencillez.
Le sorprendió. Nunca habría imaginado que la seria Clara quisiera trabajar con niños. ¿Qué sabía él de ella? Ahí estaba su portal. En cuanto se fuera, Lucía aparecería como por arte de magia.
“Oye, explícame el problema. Por si me sale uno parecido en selectividad, que allí no podrás echarme un cable”, se le ocurrió decir.
“Ahora mismo.” Clara dejó la mochila en el banco de la entrada, sacó una libreta y empezó a explicarle.
Se inclinaron sobre el cuaderno, casi rozando sus cabezas. Daniel sintió el aliento de Lucía cerca de su oreja. Iba a apartarse, pero entonces un mechón del pelo de Clara, que se le había escapado del gorro, le rozó la mejilla. Le quemó la piel, le cortó la respiración y le revolvió el estómago. De pronto, quiso estar aún más cerca de ella.
“¿Lo has pillado?”, preguntó Clara, alzando la vista. Entre sus pestañas, los ojos negros brillaban con motitas doradas. Sus labios carnosos se movían, pero Daniel se quedó sordo, solo podía mirarla como si la viera por primera vez.
“¿Lo pillas o no?”, repitió ella seria.
Daniel se quedó pillado. Se había distraído mirándola y no había oído nada.
“Nop”, admitió. “Oye, ¿vamos al cine?”
“Me pediste que te explicara el problema. Me parto la cara y tú…”, refunfuñó Clara, guardando la libreta. Antes de que reaccionara, ya había desaparecido tras la puerta.
“Yo sí voy al cine”, dijo Lucía con sorna. Daniel ni se había dado cuenta de que seguía allí.
Ella le hablaba, pero él seguía aturdido, recordando esos ojos dorados y esos labios…
“Déjame en paz, pesada”, soltó Daniel y se marchó.
Al día siguiente, esperó otra vez a Clara al salir.
“¿Otro problema que explicar?”, preguntó ella burlona.
“No. Es que me gustas”, le salió del alma. Ni él mismo se lo esperaba.
Clara lo miró fijo. Alrededor, los crLos dos se miraron, el tiempo pareció detenerse, y en ese instante Daniel supo que, a pesar de todo, el amor verdadero siempre encuentra su camino.