¿Hola, me escuchas? Solo quiero abrirte los ojos…

Oye, ¿me escuchas? Solo quiero abrirte los ojos…

Lucía estaba sentada en la cocina, preguntándose qué hacer. «No puedo perdonarlo. No se puede perdonar una traición así. Pero, por otro lado, ¿acaso he vivido mal todos estos años? Un piso en el centro de Madrid, una vida cómoda. No tengo de qué quejarme. Y aún así…»

***

En el instituto, Lucía era de las primeras de la clase. Sus padres le inculcaron que todo debía hacerse bien.

En cambio, Javier apenas sacaba suficientes en todas las asignaturas, excepto en matemáticas. Ahí era un genio, ganaba todas las olimpiadas. Siempre iba despeinado, con la mala costumbre de meterse los dedos en el pelo cuando algo no le salía. Un poco encorvado, con aquellas gafas de pasta gruesa que le daban aire de empollón. Las chicas no le interesaban; solo pensaba en fórmulas y teoremas.

Un día, en el recreo, alguien le empujó por accidente. Sus gafas cayeron al suelo y se rompieron. En clase, se esforzaba por ver la pizarra entrecerrando los ojos. De pronto, Lucía se fijó en su perfil—un perfil de estatua griega, con una mandíbula marcada, nariz recta, labios bien definidos y unas pestañas largas que enmarcaban sus ojos.

Un codazo en el hombro la sobresaltó.

—¿Lo has visto? Sin gafas está bastante guapo—le susurró al oído su amiga Carmen.

Lucía bajó la mirada, avergonzada, pero minutos después volvió a mirar a Javier. Después de clase, se acercó a él.

—Te queda mejor sin gafas—le dijo—. ¿No has probado lentillas?

Al día siguiente, Javier llegó al instituto sin gafas, pero ya no entrecerraba los ojos. Lucía entendió que sus padres le habían comprado lentillas.

—¿Así está mejor?—le preguntó en el recreo.

—Mucho—sonrió ella.

Desde entonces, empezaron a salir. Él le hablaba emocionado de fórmulas, mientras ella lo miraba con admiración. Le ayudaba con lengua y literatura.

Gracias a sus éxitos en las olimpiadas, Javier tenía puertas abiertas en las mejores universidades. Por él, Lucía cambió su plan de estudiar filología en su ciudad y se fue a Madrid, solo para estar a su lado.

Cuando la carrera estaba a punto de terminar, sus padres insistieron en que volviera. Ella ya no tenía esperanzas de quedarse con Javier. Pero, justo antes de irse, él se arrodilló torpemente, con un anillo en una cajita, como en esas películas antiguas, y le propuso matrimonio.

Javier entró en el doctorado y empezó a dar clases en la universidad. Les dieron una habitación en la residencia de profesores, con una pequeña cocina y baño.

Lucía no era una estudiante brillante, así que solo podía aspirar a ser profesora. Un año y medio después, nació su hija y no volvió a trabajar. Javier defendió su tesis, ganó un premio prestigioso por demostrar un teorema complicado. Mientras tanto, Lucía se quedaba en casa criando a la niña.

Sus artículos se publicaban en revistas internacionales. Hasta le invitaron a dar conferencias en Harvard. Doctorarse fue otro paso en su carrera. Lucía se alegraba sinceramente por sus éxitos, porque también eran suyos. Se mudaron del residencia a un piso en el centro de Madrid.

Todos los conocidos los veían como la familia perfecta, un ejemplo a seguir. La vida de Lucía giraba en torno a Javier y su hija Vega, que creció siendo una auténtica belleza y se casó joven con un pintor prometedor.

Pero todo se desmoronó en un día. Lucía estaba a punto de preparar la comida cuando sonó el teléfono. Contestó con amabilidad.

—¿Es usted la mujer de Javier Moreno? Llama para advertirle. Su marido la engaña. No cuelgue—dijo una voz femenina, aunque Lucía no tenía intención de hacerlo—. Tuvo un romance con mi hija. La pobre casi cae en una depresión cuando la dejó. Ahora sale con una profesora joven. Van juntos a congresos… ¿Me escucha? Solo quiero abrirle los ojos…

El tono de llamada sonaba en el auricular, pero Lucía seguía sosteniéndolo. No era de las que creen en rumores, así que decidió comprobarlo ella misma. Fue a la universidad, encontró el aula donde Javier daba clase y esperó.

Cuando terminó la lección, los estudiantes salieron al pasillo. Javier pasó de largo sin verla—nunca miraba a los lados. Al entrar en su despacho, Lucía esperó unos minutos y abrió la puerta. Él estaba besando a una mujer joven y hermosa…

***

—¿Y ahora qué hago?—se preguntó una y otra vez, sentada en la cocina, mirando el papel pintado de florecitas.

Lucía se sobresaltó al oír la llave en la cerradura.

—No he preparado la comida—pensó por inercia, pero enseguida se calmó—. ¿Para qué? Que la prepare otra. Sacó una maleta del armario y empezó a guardar sus cosas.

—¿Vas a llevar todos tus vestidos a la tintorería?—preguntó Javier al entrar en el dormitorio. En su voz no había sorpresa, sino burla. Ella lo miró directamente.

—Son tus cosas. Tú te vas.

—¿Por qué? ¿Adónde?—Ahora sí se sorprendió.

—¿Aún lo preguntas? Hoy estuve en la universidad, os vi juntos… Es guapa. Podrías habérmelo dicho tú, en lugar de que me entere por otros.

—¿Decirte qué? ¿Qué otros?—Ahora Javier estaba intranquilo.

—Alguien bueno me habló de tus aventuras con alumnas y profesoras jóvenes. Admítelo, sé un hombre.

—No entiendo…—Él apartó la mirada.

Lucía se sentó en la cama junto a la maleta, se tapó la cara con las manos y lloró.

—Lucía…—Javier se acercó, le tocó el hombro.

Ella se encogió, apartándolo.

—Te dediqué mi vida, te libré de preocupaciones para que te centraras en tus teoremas, para que mantuvieras las apariencias. Y tú… Estabas seguro de que no me iría. No tengo nada. Todo esto…—Hizo un gesto amplio—lo compraste con tu dinero. Solo sé cuidar una casa, no valgo para más. Dejaste de verme, como si fuera un mueble.

—No tengo adónde ir, pero tú sí. ¿Crees que tu amante dejará que dividamos el piso?—Cerró la maleta y la puso delante de él—. Ya está. Vete con ella.

—Te equivocas. No me iré a ninguna parte. Si quieres, vete tú.

Lucía sintió un golpe en el estómago. Lo miraba sin poder respirar.

—¿La traerás aquí, a nuestro piso? ¿Te acostarás con ella en nuestra cama? Dios, no te reconozco.

Se miraron un instante. Luego, Lucía salió al recibidor. Esperó que la detuviera, pero Javier calló. Como en un trance, salió del piso y se sentó en un banco frente al portal. Las piernas no le respondían. El shock de las últimas horas la dejó sin fuerzas.

—Lucía, ¿te encuentras bien?—preguntó una vecina.

Ella negó con la cabeza. Sacó el móvil de su bolso—nunca salía sin él—y pidió un taxi. No podía quedarse ahí, dando el espectáculo.

—¿Mamá? ¿Estás sola? ¿Qué pasa?—preguntó Vega cuando Lucía llegó a su casa.

—Me he ido de casa de tu padre. ¿Puedo quedarme un tiempo hasta que decida qué hacer?—Se dejLucía respiró hondo, miró a su hija con serenidad y dijo: “No volveré atrás, pero tampoco dejaré que esto me rompa; empezaré de nuevo, esta vez sin depender de nadie”.

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MagistrUm
¿Hola, me escuchas? Solo quiero abrirte los ojos…