**Hola, Mamita**
El taxi deslizaba sus ruedas por el asfalto mojado bajo la lluvia otoñal. El conductor, un hombre mayor, conducía despacio por las calles conocidas de la ciudad mientras echaba miraditas disimuladas al espejo retrovisor, donde se reflejaban sus pasajeros.
Sobre el regazo de una joven mujer dormía un bebé de unos cinco o seis meses. Por eso le llamó la atención la dirección que le habían dado: un orfanato de la ciudad.
La pareja parecía feliz. Él, alto y gallardo, vestía el uniforme de teniente de la Fuerza Aérea. Ella… Bueno, sencillamente una belleza: ojos azules como el cielo, pelo rubio cayendo en cascada sobre los hombros.
—Pablo, ¡las flores! —recordó ella.
—No se me olvida, Anita —respondió él antes de pedirle al conductor—: Oiga, pare en esa floristería, por favor.
El militar salió del coche y, sin inmutarse por el viento, entró en la tienda. El taxista lo siguió con la mirada y preguntó:
—¿Tu marido?
—Mi marido —confirmó ella con una sonrisa radiante, mientras arreglaba la gorrita del bebé.
—El niño es precioso, y vosotros… vaya, se os ve bien. ¿Qué hacéis yendo a un orfanato? —preguntó el conductor con un dejo de reproche.
La joven madre no entendió al principio, pero cuando captó el significado de sus palabras, sus ojos se abrieron como platos y solo alcanzó a musitar:
—¡Dios mío! ¿Eso es lo que cree?
—Bueno, cosas más raras se ven hoy en día —dijo él, pero luego, con más dulzura, insistió—: En serio, ¿qué os lleva allí?
—Yo crecí ahí. Siete años, hasta que me adoptaron. Y Pablo, mi marido, pasó cuatro años en el mismo sitio.
—¿Con Doña Carmen? —El taxista esbozó una amplia sonrisa—. ¡Ah, conque es eso! ¿Y habéis venido directamente a verla? ¡Eso es ser buena gente!
—¿La conoce usted? —preguntó la mujer, intrigada.
—¡Pero si en este pueblo todo el mundo la conoce!
El conductor iba a soltar una parrafada, pero la puerta del taxi se abrió y entró el militar cargando un ramo de rosas espectacular.
—¡Ana, mira qué maravilla hay en nuestra ciudad! —exclamó él, orgulloso.
—¡Pablito! —se admiró ella—. ¡Ni a mí me has regalado unas rosas así!
—No te enfades, Anita —se justificó él—. Es que no se encuentran en ningún otro sitio. ¿Cuándo estuvimos aquí juntos la última vez?
—¿Juntos? Hace once años…
…
Doña estaba sentada en su despacho, arropada con un chal de lana. Dentro hacía calor, pero aquella prenda era tan suave, tan acogedora, que le daba pena quitársela.
Tenía un momento de paz: los mayores estaban en el colegio, los pequeños en la siesta. Solo se escuchaba el tintineo de los cubiertos en la cocina, donde preparaban la comida.
Hojeaba un álbum de fotos lleno de caras: niños, niñas, jóvenes… Sus chicos. A todos los recordaba por su nombre, incluso a los ya adultos, a quienes seguía llamando como en su infancia: Juanito, Lolita, Miguelín…
Ahí estaba Anita Fernández, ahora Anita López. Un buen hombre, Don José Luis, la había adoptado hacía quince años…
Y ahí estaba Pablito. ¿Dónde andarías, Pablito? Terminó la Academia Militar, se hizo piloto… En la foto aparecía con su uniforme, aunque de pequeño soñaba con ser veterinario, como Don Antonio. Un granuja, pero de los que dejan huella…
Unos pasos apagados en el pasillo. ¿Quién sería? Llamaron a la puerta:
—¡Adelante! —¡Santo cielo! ¡Un ramo de rosas gigante! ¿Y quién lo traía?
—¡Pablito! ¡Hijo mío! —El ramo cayó al suelo—. ¿Dónde te has metido todo este tiempo?
—Doña Carmen, pero si aquí estoy. No escribí, a veces no pude… No vengo solo. Mi esposa. Y nuestra hija, Carmencita…
—¿Anita? ¿De verdad eres tú? Pablo, coge a la niña, que quiero abrazar a Anita…
Cuando los ánimos se calmaron, se quitaron los abrigos, dejaron a la niña durmiendo en el sofá y se sentaron alrededor de la mesa.
—¿Cómo mantuvisteis el cariño después de tanto tiempo separados? Don José Luis me habló de vosotros. Tenía muy buen concepto de ti, Pablo.
—Le di mi palabra a Anita, Doña Carmen. ¡Y yo cumplo lo que prometo!
—Eso ya lo he oído antes —rió la mujer con cariño—. Anita, ¿y tú cómo vas?
—Feliz, Doña Carmen —respondió ella con sinceridad—. Terminé Medicina, igual que mis hermanos, Javier y Álvaro. Ya sabes que no dejan que nadie me tosa. Ahora soy pediatra, como papá. Y Pablo y yo siempre estuvimos juntos, aunque no nos viéramos… Y esta es Carmencita. El nombre no se discutió.
—Hola, Carmencita —susurró Doña Carmen inclinándose sobre la niña—. Que Dios te bendiga. ¿Y el abuelo ya la ha visto?
—Todavía no, Doña Carmen. Vin—Primero quisimos venir a verla a usted —respondió Anita con una sonrisa tímida, mientras la gata Mamita, ahora acurrucada junto a la pequeña, ronroneaba como si también estuviera contando su propia historia de amor.