Hogar para los hijos

**Un Hogar para los Hijos**

Antonio era de esos hombres capaces de todo. Construyó una casa, tuvo dos hijos y plantó árboles en su terreno. En fin, una vida bien vivida.

El hogar lo levantó él mismo, en las afueras de Madrid, en una zona residencial. Con los años, instaló calefacción de gas y agua corriente. Lo dejó como un piso urbano, hasta con bañera. Solo que su casa era más amplia y sin vecinos molestos.

Su esposa, Luisa, inteligente y hermosa, lo hacía todo: cocinar, limpiar y cuidar del huerto. Antonio siempre la ayudaba. Criaron a sus dos hijos, con cinco años de diferencia. Parecía una vida perfecta.

Hasta que Luisa enfermó gravemente y murió cuando el menor, Pablo, estaba en cuarto de primaria. Antonio sufrió mucho, pero se mantuvo firme, sin refugiarse en el alcohol. Le costaba estar solo; faltaba su mano en el hogar. Pero ni pensó en volver a casarse.

Él y Luisa siempre soñaron con que sus hijos tuvieran buena educación, triunfaran en la vida. Hicieron todo por ello. El mayor, Javier, terminó el instituto y entró en la universidad. Pronto se casaría, y habría una mujer en casa. Antonio estaba orgulloso. Pablo, menos estudioso, ayudaba en todo a su padre.

En cuarto de carrera, Javier se casó.

—Aquí hay espacio. Construí esta casa para ustedes. ¿Para qué vivir en un piso con vecinos y ruidos? Aquí enciendes la calefacción cuando quieras —insistió Antonio, tratando de evitar que malgastaran dinero en un alquiler. Pero no sirvió de nada.

Sandra, la esposa de Javier, se negó rotundamente a vivir en una casa con su suegro. Y Javier, enamorado, cedió. Antonio se resignó. Que vivieran como quisieran.

—Tú al menos tráete a tu mujer aquí. ¿Para quién construí esta casa? —le decía a Pablo, el menor.

—Todavía es pronto para casarme —respondía él, quitándole importancia.

Cada otoño, Antonio hacía conservas y llevaba la mitad a Javier. Pero este apenas las aceptaba.

—No son para extraños, son para mis hijos. Comedlas, o me ofenderé —decía Antonio, entregando una bolsa repleta—. Cuando terminéis, os doy más.

Pablo terminó el instituto, pero no quiso estudiar más y se alistó en el ejército.

Un día, Javier fue a visitar a su padre, pero hablaba con rodeos, como si algo le pesara.

—Sandra está embarazada. Será un niño —dijo al fin, observando la reacción de su padre.

Antonio se alegró y lo felicitó.

—Pero no has venido solo por eso. Habla claro —lo animó.

—Con el bebé, los gastos aumentarán. Sandra dejará el trabajo. No podremos pagar el alquiler —explicó Javier.

—Venid a vivir aquí. Pablo está en el ejército, no molestarán. Hay espacio, y si falta, hacemos una ampliación. El aire es más puro que en el centro. Ideal para el niño —contestó Antonio, ilusionado.

—Sandra no quiere. ¿Y cuando Pablo vuelva? ¿O si se casa? Gracias, pero no es solución —replicó Javier.

—¿Viniste con otra idea, verdad? —preguntó Antonio directamente.

—Sí. El padre de Sandra propone que pongamos la mitad cada uno para comprarnos un piso. Un compañero suyo lo vende barato porque se va al extranjero —explicó Javier con urgencia.

—¿Cuánto necesitáis? —preguntó Antonio.

Javier dijo la cifra.

—¿Es el total o solo mi parte? —inquirió Antonio.

—Solo tu parte —respondió Javier, vacilante.

—Es todo lo que tengo. Si Pablo vuelve, ¿cómo lo ayudo? No es justo —murmuró Antonio, negando con la cabeza.

—Papá, entre los dos lo ayudaremos. Es una oportunidad única —insistió Javier, nervioso.

Antonio pasó la noche en vela. No veía cómo contentar a ambos hijos. Al final, decidió dar el dinero a Javier.

El piso no le gustó. Tras su casa amplia, le parecía diminuto. Pero el suegro de Javier insistió en que era mejor para los jóvenes vivir solos. Antonio calló, esperando que al menos Pablo se quedara con él.

Pablo volvió del ejército y empezó a trabajar como conductor, con buen sueldo.

—¿De qué sirvió que Javier estudiara? —decía—. Su sueldo no da ni para llorar.

Un año después, Pablo trajo a su esposa, Marta. No era una belleza, pero era hacendosa. Antonio estaba encantado. Ella cocinaba, limpiaba, pero el huerto no le gustaba.

Al jubilarse, Antonio se dedicó al huerto. Una vecina, Carmen, le pedía ayuda a menudo. Él, diestro con las manos, accedía, y ella le agradecía con comida. Con el tiempo, empezó a quedarse en su casa. Arregló su hogar hasta dejarlo perfecto. Ambos huertos daban tanto que hasta vendían el excedente.

Un día, le pidió matrimonio.

—No, Antonio. Tengo una hija. No quiero problemas legales —respondió ella.

—No reclamaré tu casa. Lo firmo ante notario —se ofendió él.

—No es eso, pero la vida es impredecible. Somos mayores, no necesitamos papeles —dijo ella con firmeza.

Antonio no insistió. Vivieron bien, pero el tiempo juntos fue breve. Carmen falleció de repente.

Su hija llegó a los funerales y, sin rodeos, le pidió a Antonio que se marchara. Él regresó a su casa, destrozado. El dolor y el esfuerzo en los huertos le provocaron un infarto. La ambulancia llegó a tiempo y se recuperó, aunque ya no pudo trabajar la tierra.

Esperaba cuidar nietos. Javier y Sandra tenían ya dos, pero vivían lejos. Pablo y Marta no tuvieron hijos. Con buenos sueldos y pocos gastos, compraron un piso y se mudaron.

Antonio se sintió inútil. Su casa, su esfuerzo, todo parecía en vano. Un día, en el huerto, sufrió otro infarto. Sobrevivió, pero su mente empezó a fallar.

Los hermanos se reunieron.

—Si papá vive contigo, ¿para qué la casa? Vendámosla y repartamos el dinero —propuso Javier.

Pablo aceptó. Compró un piso más grande y llevó a su padre. Pero Antonio empeoró: dejaba el frigorífico abierto, se orinaba sin control, inundaba el baño.

Marta, exhausta, no podía más.

—Habrá que llevarlo a una residencia —dijo entre lágrimas.

Pablo dudó, pero, tras un incidente con un incendio, accedió.

El día de la partida, Antonio lloró en silencio. Pablo, con el corazón partido, lo tomó de la mano. Pero al bajar las escaleras, su padre se detuvo, mirándolo con lucidez. En ese instante, Antonio se desplomó.

En el velorio, Javier lloró, hablando de su padre como un hombre ejemplar. Pablo, sin embargo, no podía perdonarse.

Algunos los juzgaron, pero quien ha cuidado a un enfermo sabe lo difícil que es.

¿Por qué los hijos de una misma familia son tan distintos? Los mismos padres, el mismo amor.

Nadie sabe cómo será su vejez. Bendito quien conserva su lucidez hasta el final. Y que Dios nos libre de ser una carga para nuestros hijos.

Paciencia, salud y, sobre todo, amor. Eso es lo que importa.

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