**Un Hogar para los Hijos**
Don Antonio era de esos hombres a quienes nada les venía grande. Construyó una casa, crió dos hijos y plantó en su terreno muchos árboles. En fin, una vida bien vivida.
La casa la levantó él mismo, con sus propias manos, en las afueras de Toledo, en una zona residencial. Con el tiempo, instaló calefacción, llevó agua corriente y lo dejó todo como un piso de ciudad, hasta una bañera puso. Solo que la casa era más espaciosa, sin vecinos molestos.
Su mujer, una mujer hacendosa y hermosa, lo llevaba todo: cocinar, limpiar y cuidar del huerto. Don Antonio siempre la ayudaba. Crecieron en la familia dos hijos, con cinco años de diferencia. Vivían felices.
Hasta que la mujer enfermó gravemente y murió cuando el menor estaba en cuarto de primaria. Don Antonio quedó desolado, pero se repuso, sin caer en la bebida. Fue duro estar solo, le faltaba aquella mano femenina en la casa. Pero ni siquiera pensó en volver a casarse.
Él y su mujer siempre soñaron con que sus hijos tuvieran una buena educación, que triunfaran en la vida. Hicieron todo por ello. El mayor, Javier, terminó el instituto y entró en la universidad. Se casaría y tendría una mujer en casa. Don Antonio estaba orgulloso. El pequeño, Álvaro, no era muy estudioso, pero ayudaba a su padre en todo.
En cuarto de carrera, Javier se casó.
—Hay espacio de sobra. Construí esta casa para vosotros. ¿Qué tiene de bueno vivir en un bloque con vecinos? Ruidos, goteras y esperar a que enciendan la calefacción en otoño. Aquí la pones cuando quieras. —Por más que Don Antonio intentó convencerlos de no malgastar dinero en un alquiler, no lo logró.
Lucía, la joven esposa, se negó en redondo a vivir en una casa con su suegro. Y Javier, enamorado, cedió ante ella. Don Antonio se resignó. Que vivieran como quisieran.
—Tú al menos tráete a tu mujer aquí. ¿Para quién construí esta casa? —le decía a su hijo menor.
—Aún es pronto para pensar en casarme —respondía él, quitándole importancia.
En otoño, Don Antonio preparaba conservas y llevaba la mitad al mayor. Pero Javier apenas las aceptaba, diciendo que a Lucía le daba vergüenza, pues no había ayudado ni a cultivarlas ni a envasarlas.
—No se las doy a extraños, sino a mis hijos. Que no se avergüence. Tómalas, o me enfadaré —decía Don Antonio, entregándole una bolsa—. Cuando las terminéis, os daré más.
El pequeño terminó el instituto, pero no quiso seguir estudiando y se marchó a la mili.
Un día, el mayor fue a verlo. La conversación no fluía, Javier daba rodeos. Don Antonio veía que algo le inquietaba, pero no se atrevía a decirlo. Al final, le pidió que hablara claro.
—Lucía espera un hijo. Será un varón —dijo Javier, observando la reacción de su padre.
Don Antonio se alegró y lo felicitó.
—Pero no has venido solo por eso. Habla, no me hagas esperar.
—Con el niño, habrá más gastos. Lucía se irá de baja en un mes. No podremos pagar el alquiler.
—Pues veníos a vivir aquí. Álvaro está en la mili, no molestarán. La casa es grande, y si hace falta, hacemos una ampliación. Todo está cómodo. El aire es más limpio que en el centro. Ideal para el niño.
—Lucía no quiere. ¿Y cómo vamos a vivir todos juntos? El niño no os dejará dormir, habrá pañales por toda la casa. Y cuando Álvaro vuelva… ¿Y si se casa? Gracias, pero no es solución.
—No has venido a hablarme de esto, ¿verdad? Tienes otra idea.
—Sí, padre. El padre de Lucía propone que pongamos cada uno la mitad para comprarnos un piso. Un compañero suyo lo vende barato porque se va al extranjero.
—¿Cuánto es? Imagino que no os basta con un estudio.
Javier dio la cifra, esperanzado.
—¿Eso es el total o solo mi parte?
—Solo tu parte.
—Es todo lo que tengo. Álvaro volverá, se casará. ¿Cómo lo dejaré sin ayuda? ¿Y si quiere estudiar? No es justo.
—Padre, entre los dos le ayudaremos. Es una oportunidad única. Después no encontraremos algo así.
Don Antonio pasó la noche en vela. No podía complacer a ambos. El menor saldría perjudicado, pero no se quedaría en la calle. Quizá su futura mujer aceptara vivir en la casa. O quizá los jóvenes tenían razón en no querer vivir con los padres.
Recordó cuando él mismo vivió apretado con sus suegros al casarse. Por eso construyó la casa. Pero ahora la juventud no quería huertos, quería pisos.
A la mañana siguiente, llamó a Javier y accedió. Pronto compraron el piso e invitaron a Don Antonio a la fiesta.
No le gustó. Tras su casa amplia, el piso le parecía pequeño, la cocina diminuta. Pero su consuegro insistió en que los jóvenes debían vivir solos. Don Antonio calló, esperando que al menos el menor se quedara con él.
Álvaro volvió de la mili y empezó a trabajar de conductor, con buen sueldo.
—¿De qué sirvió que Javier estudiara? —decía—. No gana dinero, solo lágrimas.
Un año después, Álvaro trajo a su mujer. No era una belleza, pero sí hacendosa. Don Antonio se llenó de alegría. Marta cocinaba, limpiaba, pero el huerto no le gustaba. Era de ciudad.
Don Antonio se jubiló y se dedicó al huerto. Una vecina, Carmen, le pedía ayuda: reparar algo, cavar. Él tenía manos de oro, y ella le agradecía con empanadas y cocidos.
Un día, sin más, se quedó a vivir con ella. Arregló su casa, que quedó preciosa. Con dos huertos, hasta vendían el excedente. El dinero nunca sobra.
Pero no estaba bien vivir así, sin formalizar. Le propuso matrimonio. Ella se negó. Tenía una hija con familia, y temía que él reclamara la casa después.
—No lo haré. Tengo la mía. Puedo firmarlo ante notario.
—Ya, pero da miedo. No sabemos qué pasará. ¿Para qué el papel? No somos jóvenes, no tendremos hijos. Eres un buen hombre, pero no me casaré.
Don Antonio no insistió. Vivieron bien, pero el tiempo les fue esquivo. Carmen murió de repente.
Su hija llegó para el funeral. Tras el entierro, sin rodeos, le dijo a Don Antonio que era hora de irse.
Recogió sus cosas y volvió a su casa. Pero el dolor, sumado al esfuerzo de cuidar dos huertos, le provocó un derrame. La ambulancia llegó a tiempo. Se recuperó, aunque no del todo.
Esperaba disfrutar de los nietos. Javier y Lucía ya tenían dos, pero vivían lejos. Álvaro y Marta no pudieron tener hijos. Acostumbrados a su libertad, la vuelta del padre no les agradó. Ambos ganaban bien y compraron un piso. Se marcharon.
Don Antonio se sintió destrozado. ¿Para qué construyó esa casa? No la querían, ni a él. Un día en el huerto, le dio otro derrame. Aunque se recuperó, ya no pudo trabajar. Por suerte, aún podía valerse. Pero la memoria le fallaba.
Empeoró con los años. Los hermanos se reunieron para decidir quién lo acogería. Javier alegó que con dos hijos y un piso pequeño, no podía. Álvaro, sin hijos y con piso grande, debía hacerlo.
—Si vive contigo, ¿para qué la casa? Vendámosla y repartamos el dinero. Así podremos turnarnos.—Mejor un piso de mayores, donde lo atiendan —suspiró Álvaro, guardando las llaves de la casa que su padre construyó con tanto amor y que ahora nadie quería.